Colas de turistas (y 11 muertos) para subir a lo alto del Everest, colas de visitantes para entrar en los museos, colas de viajeros en los aeropuertos.
Viajar como si fuera una obligación. Y a los mismos sitios, y por las mismas rutas señaladas, y todo programado.
Llegar, ver y fotografiar. Como si lo importante no fuera mirar sino haber estado allí. Retratarse delante de un monumento y propagarlo al instante por el móvil para que todo el mundo tenga constancia. Que no se escape nada de lo que viene en las guías, que se pueda luego presumir en el trabajo y con las amistades de no haberse perdido ni un rincón.
Tener todo el día ocupado, sin un resquicio: ahora un museo, luego una ruta gastronómica, a continuación un garbeo por el barrio que sirve las mejores tapas, más tarde una incursión en lo étnico y cultural, finalmente una travesía por las zonas del ocio y el esparcimiento nocturno... Que ya lo dijo Samuel Eto'o, el exjugador del Barcelona: "Si descanso, me canso".
Viajar, sí, que despeja la mente y airea el entendimiento y cura muchos males, pero de otra manera, más reposada y sin tantas pretensiones. Recorrer despacio las calles para ver pasar la vida y atisbar los afanes de las gentes. Buscar sitios que no vengan en las guías, visitar las ciudades que pasan desapercibidas en los mapas del turismo y conservan una pizca de lo que eran antes. Conocer pueblos pequeños donde no vaya nadie y se pueda andar tranquilo por el campo y perderse uno solo si quiere por los montes, pueblos sin rotondas pero con vacas y con pájaros, pueblos donde viva gente que cuando llegan dos días de fiesta no tenga ganas de ir a ningún sitio y prefiera quedarse allí en su casa sin hacer nada, descansando o aburriéndose porque es donde está más a gusto...
(La Razón, 10 de junio de 2019)
Volver a un pueblo del norte de Portugal, preguntar por la señora que enseñaba la iglesia, ya no está dice un hombre, se murió, aquí la gente se muere. El viaje sigue
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