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miércoles, 24 de mayo de 2017

La lengua de la calle

En algún sitio leí no hace mucho que cierto grupo parlamentario pretendía dar carta de legitimidad a sus desafueros verbales (y vulgares) con el falaz argumento de que así era la lengua de la calle, o de la gente, como se dice ahora.
¿De dónde han sacado algunos eso de que el pueblo, el pueblo llano, como se decía antes, habla así, arrastrando el vocabulario y soltando palabrotas a diestro y siniestro?
Cualquier hijo de vecino sabe que hablando en público hay que cuidar las formas, y es capaz de distinguir y cambiar los registros, y hablar con el debido respeto y corrección cuando las circunstancias lo requieren, y cuidar las palabras en presencia de desconocidos, sobre todo si cree a estos superiores en saber o posición, o si acude a ellos en busca de ayuda o consejo, o si entiende que lo que él diga puede influir o tener alguna repercusión en quienes le escuchan... No, no es verdad que la calle o el pueblo sea malhablado, y uno ha conocido y tratado a muchísima gente humilde (otra expresión en desuso), agricultores y pastores y obreros y empleados, que tenía que ser muy gorda para que soltaran un taco o dijeran una palabrota, y siempre en el ámbito familiar, y guardándose mucho de hacerlo si delante había niños...
Y si estos mismos tuvieran ahora ocasión de hablar en público en el Congreso de los Diputados o en cualquier otra institución, lo harían con respeto y respetando las normas del buen decir y la buena educación, y expondrían sus ideas con sencillez y modestia sin darse tono ni subirlo, y llamarían a las cosas por su nombre sin irse por las ramas o andarse con rodeos, y se harían entender fácilmente sin necesidad de recurrir a subterfugios, y lo harían con educación y sin perder las formas ni los buenos modales, y no adoptarían ese aire de autosuficiencia y altanería, y evitarían la grandilocuencia y la fatuidad, y no caerían en la arrogancia y la presunción, y tratarían de convencer y no de avasallar, de persuadir y no de desairar, de probar y no de ofender, de argumentar y no de descalificar, de razonar y no de doblegar, de justificar y no de injuriar, de analizar y no de confundir, de discernir y no de insultar, de discutir y no de calumniar, de reflexionar y no de pontificar, de aunar y no de dividir, de captar y atraer en vez de excluir y rechazar, de tender la mano en vez de señalar con el dedo, de arrimar el hombro en vez de dar la espalda, de buscar el consenso y el convenio y el acuerdo y el pacto y el arreglo y el concierto y la conciliación y el apaciguamiento en lugar de la discrepancia y la rivalidad y la desavenencia y el antagonismo y la animosidad y el enfrentamiento y la hostilidad y la animadversión y la condena y el ensañamiento y el encono y la inquina y el resentimiento y el rencor. Y desde luego no parecerían tan engreídos, tan jactanciosos y encopetados.
Para que luego venga no sé qué grupo de cuyo nombre prefiero no acordarme a decir que va a introducir en el Congreso el lenguaje de la calle, como si en la calle la gente hablase como a lo mejor hablan ellos -y los demás grupos lo mismo- en sus reuniones o juntas o conciliábulos.


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