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lunes, 21 de noviembre de 2016

Efemérides literarias

El pasado viernes 18 de noviembre se cumplieron los 94 años de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), sin duda uno de los nombres señeros de la novela contemporánea.
Enfermizo, refinado y asiduo en su juventud de los salones de la alta burguesía francesa, publicó en 1896 Los placeres y los días, que obtuvo escaso éxito.
A la recherche du temps perdu -En busca del tiempo perdido-, que ya en su época significó toda una revolución, constituye una referencia inexcusable en la narrativa del siglo XX. Consta de siete libros, publicados entre 1913 y 1927: Por el camino de Swan (1913), A la sombra de las muchachas en flor (1918), El lado de Guermantes (1920), Sodoma y Gomorra (1922), La prisionera (1923), Albertina desaparecida (1925) y El tiempo recobrado (1927).
El propósito de la obra es la recuperación del pasado a través de la memoria. Esa recuperación parte de la sensación especial que experimenta un día el narrador al mojar una magdalena en una infusión de té. El aroma que emana de la taza le transporta, por asociación, al tiempo ya lejano de la infancia cuando su tía Léonie le ofrecía también una magdalena mojada en té. Se inicia así la reconstrucción, lenta y minuciosa, del "tiempo perdido": el mundo y la vida del pasado se explican y reviven a través de la conciencia individual.
La descripción pormenorizada de emociones y sensaciones, la capacidad de observación y autoanálisis, el ritmo lento y moroso son algunas de las cualidades de En busca del tiempo perdido.
Reproduzco a renglón seguido, en la traducción más conocida, la de Pedro Salinas (Alianza editorial), el famoso fragmento de la magdalena y la taza de té (y ojalá vuelvan, al releerlo, el aroma de aquella tarde, la calma de aquel sillón, la sombra de aquel árbol, el silencio de aquella biblioteca...):

            Hacía ya muchos años que no existían para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse: parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. [...]
            ¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? [...]
            Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes [...]
            En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta le vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo.

1 comentario:

  1. Aprovechando el blog de los días contados y el relato de la magdalena de Proust, me viene a la memoria el olor de unas roscas que se hacían en los hornos de cocer el pan y que se llamaban de pascua, por la época del año, supongo que Marcel esta repostería no la probó.

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