El pasado viernes 18 de noviembre se cumplieron los
94 años de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), sin duda uno de los
nombres señeros de la novela contemporánea.
Enfermizo,
refinado y asiduo en su juventud de los salones de la alta burguesía francesa,
publicó en 1896 Los placeres y los días, que obtuvo escaso éxito.

El
propósito de la obra es la recuperación del pasado a través de la memoria. Esa
recuperación parte de la sensación especial que experimenta un día el narrador
al mojar una magdalena en una infusión de té. El aroma que emana de la taza le
transporta, por asociación, al tiempo ya lejano de la infancia cuando su tía
Léonie le ofrecía también una magdalena mojada en té. Se inicia así la
reconstrucción, lenta y minuciosa, del "tiempo perdido": el mundo y
la vida del pasado se explican y reviven a través de la conciencia individual.
La
descripción pormenorizada de emociones y sensaciones, la capacidad de
observación y autoanálisis, el ritmo lento y moroso son algunas de las
cualidades de En busca del tiempo perdido.
Reproduzco
a renglón seguido, en la traducción más conocida, la de Pedro Salinas (Alianza
editorial), el famoso fragmento de la magdalena y la taza de té (y ojalá
vuelvan, al releerlo, el aroma de aquella tarde, la calma de aquel sillón, la
sombra de aquel árbol, el silencio de aquella biblioteca...):
Hacía ya muchos años que no existían
para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme,
cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía
frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero
dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre
por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece
que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado
por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico
por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas
del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la
vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria,
todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero,
mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé
de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del
bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De
dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo
trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un
poco menos. Ya es hora de pararse: parece que la virtud del brebaje va
aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en
mí. [...]
¿Llegará hasta la superficie de mi
conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un
instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo
de mi ser? [...]
Y de pronto el recuerdo surge. Ese
sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía,
después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en
Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a
darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada,
antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas,
en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray
para enlazarse a otros más recientes [...]
En cuanto reconocí el sabor del
pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había
descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino
como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás
de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba
ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con
la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta le vespertina y en todo
tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde
iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo.
Aprovechando el blog de los días contados y el relato de la magdalena de Proust, me viene a la memoria el olor de unas roscas que se hacían en los hornos de cocer el pan y que se llamaban de pascua, por la época del año, supongo que Marcel esta repostería no la probó.
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