Se sienta en el banco de madera a la puerta de su casa a
tomar un poco el sol.
Pía un pájaro en el alero del tejado. No puede verlo, peo
está seguro de que se trata de un pardal. Tiene un piar triste y lastimero,
como si le doliera algo o reclamara ayuda o compañía, un piar propio del otoño,
sin brío y mortecino.
Por el cielo desfilan sin parar archipiélagos flotantes
con paso lento de escuadrones que fueran a librar una batalla.
Soporta con desdén las acometidas de una mosca y se limita
a espantarla con la mano. Pero es tan porfiada y ofensiva que acaba por volver.
Hojea el libro de carpintería que encontró hace unos días
en el cajón de una mesa arrumbada en el desván. Las ilustraciones son
magníficas, y la tinta de impresión debió de serlo también porque el trazo de
la letra apenas ha perdido nitidez. El papel ha perdido un poco de color y ha
envejecido en las esquinas, pero el dedo se desliza aún por él con suavidad.
Como sabe que a esta hora, y con la caricia del sol, el sueño acecha al final
de cada renglón, se limita a mirar los santos: el cepillo bocel, la escuadra,
el desbastador, el guillame, la rasera, la garlopa, el berbiquí, la juntera, la
guimbarda, la galera, el escarpelo, la escofina, el formón, la lima, el escoplo,
la azuela, las barrenas…
La hora es también benevolente con la pereza, principal
aliada del banco en que está sentado, y si por ellos fuera se quedaría ahí sin
hacer nada, viendo pasar la vida.
Repasa mentalmente los caminos y opta por el que la costumbre
le ha hecho más familiar. A la cachava, compañera inseparable, se le une el
forro polar, por si las nubes negras que asoman por el oeste traen algo detrás
o hay visita del cierzo.
Buenas tardes, saluda a un vecino que viene de vuelta con
una azada al hombro.
Nos dé Dios, responde.
Mimbreras y cercados de piedra vigilan los primeros pasos
del camino.
Un destacamento de avispas inspecciona una pera que tardó
en madurar y la dejaron sola en el peral. ¿La desprendió el viento o se dejó
caer ella sola?
Cruza el río por un puente de madera revestido de tierra.
Carece de pretil y el agua baja mansa y ensimismada sin prestar ninguna
atención a quien la mira.
Libre de vigilancia, el camino asciende entre praderías y
grupos de arbustos, espinos sobre todo. A uno y otro lado, escalonadas en la
ladera, persisten los contornos de las tierras que fueron un día de sembrado y
están hoy cubiertas de piornos y maleza.
Asciende a un altozano y ve allá abajo el pueblo. El
color de las tejas, uniformado bajo la pátina dorada del sol, le da una
apariencia de ilustración o grabado de libro antiguo.
Oye un rumor de voces cada vez más cercanas. Se oculta
tras unos arbustos y aguarda. No tarda en reconocer, por lo impetuoso del
avance y la sonoridad de la conversación, a la cuadrilla de prejubilados, que
pasan dejando un reguero de resuellos, interjecciones y denuestos y prosiguen
camino arriba su andar intrépido: hay unanimidad en la consigna íntima de no
flaquear, ninguno está dispuesto a dar muestras de fatiga, todos se han
conjurado para desafiar a la edad y recatar sus efectos.
Una pareja de cuervos supervisa el terreno con ese vuelo
desgarbado que les caracteriza. Discuten con acrimonia –graznidos de reproche:
de entre todos los lenguajes de las aves, el de los cuervos es el más avanzado,
leyó en algún sitio- y en un momento, terminadas sus labores de patrulla,
desaparecen de su vista.
Un ejército disciplinado de hormigas en hilera atraviesa
el camino. Hurga con la cachava en el suelo a su paso y huyen todas en desorden
de retirada. Si pusiera el zapato encima y hubiera bajas, ¿serían
contabilizadas como tales?; ¿las llorarían sus compañeras?
Al pie del tronco de un roble patriarcal escarba entre
las hojas un ratón.
La cuadrilla de los prejubilados desciende en tropel por
la ladera opuesta. Llegan amortiguadas risas y voces destempladas.
En la collada que da vista al otro valle y al pueblo
vecino se sienta en una piedra, de espaldas al sol.
Toma luego el sendero que baja entre abedules y sauces
haciéndole compañía a un arroyuelo. Lleva tan poca agua que apenas es capaz de
darle conversación al sendero, únicamente en algún pequeño salto se atreve a
decir algo, y en los remansos bastante tiene con apartar a un lado las hojas
que se obstinan en no dejarle pasar.
Dos aviones trazan momentáneamente una incógnita en el
cielo al cruzarse sus estelas.
En una piedra dormita una lagartija que seguramente se ha
equivocado de estación.
En un altozano, a la vista ya del pueblo, espera a que la
línea de sombra que trae aviso del oscurecer avance hasta el filo azulado del
horizonte.
Ruge un camión, y las luces de los faros destellan
fugazmente en el recodo que traza el río antes de separarse de la carretera.
El cierzo -que, según ha oído decir siempre, espanta las
nubes y barre el cielo- se descuelga en grises mechones por las montañas que
miran al norte.
Estira el cuello del forro polar a ver si alcanza con él
a taparse las orejas.
Recuerda al entrar en el pueblo que se había propuesto
contar todos los árboles –y clasificarlos en dos grupos, frutales o no
frutales- que crecieran a la orilla del camino; pero se le ha olvidado, y hace
el firme propósito de ponerlo en práctica en cuanto vuelva a efectuar otra
tarde el mismo recorrido.
Ha sido gratificante el paseo dado, me doy cuenta que la caminata la he hecho desde la silla, y los pies se movían al ritmo de la lectura de las palabras.
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