Le pasa a uno como a las mónadas de Leibniz, que no
tiene ventanas.
Los pájaros, decía, nunca están tristes, y por eso,
aseguraba convencida, van todos al cielo.
Les pone nombre a los animales, incluso a una lagartija,
Eulogia –con las cinco vocales–, que se asoma todos los días al muro de enfrente de su casa.
Era una de esas tardes que hace Dios cuando se acuerda de
que aquí abajo viven las criaturas que él creó de la nada.
Jesucristo llora dos veces en los Evangelios, al
contemplar Jerusalén y prever los días de sufrimiento y destrucción que vendrán
sobre ella (Lucas, 19, 41-44) y ante el sepulcro de su amigo Lázaro (Juan, 11,
32-35), pero ni una sola vez, en cambio, aparece riendo.
(Por cierto que la gelotología es la ciencia médica que estudia los efectos de la
risa.)
Tantas advocaciones de la Virgen como hay, y ninguna con
el nombre de Nuestra Señora de la Tristeza, o Madre de la Divina Tristeza, o
Virgen de la Recóndita Tristeza.
Era un hombre bueno que se conformaba con lo que la vida
le iba dando.
La tristeza del aire por donde no ha volado nunca ningún
pájaro.
Dante, a los tristes, en la Divina Comedia, los puso en el infierno: “Fuimos tristes en el
aire que el dulce sol alegra”, se lamentan, y ellos mismos parecen justificar
con estas palabras su condena.
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