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lunes, 18 de julio de 2016

El 18 de julio

Durante treinta y pico años, desde el final de la guerra en 1939 hasta la muerte de Franco en 1975, el 18 de julio fue en toda España fiesta de obligado cumplimiento por conmemorarse ese día el alzamiento militar de 1936 contra el gobierno de la República.
En el pueblo, por esas fechas, se estaba de lleno en la tarea más dura y trabajosa de todo el año, la recolección de la hierba, que se segaba, se dejaba secar en los prados y se llevaba luego en el carro al pajar o la tenada. Y como había que aprovechar los días largos y claros del mes de julio, nadie quería perder el tiempo con fiestas, y menos con una que a la postre era sobrevenida y como si dijéramos forastera. Bien estaban las de los domingos, con las que todo el mundo contaba, y que el vecindario en general respetaba sin refunfuñar, ¡pero aquella impuesta y sin el arraigo de la tradición, y que encima ni siquiera figuraba en las de guardar, o sea, en las que era pecado mortal si no se santificaban como mandaba el catecismo!
Conque nada de descansar, y cada uno a sus labores como si nada. Pero había un problema, y gordo, que al alcalde y al señor cura y a las otras fuerzas vivas les quitaba el sueño ya la antevíspera, y era este el de la guardia civil, que tenía la mala costumbre de ir a comprobar in situ por los pueblos si la gente del común le tenía afición a la susodicha efeméride oficial y si esta era honrada como quería la autoridad.
Se sabía al respecto, y era esto lo que más preocupaba, que si la pareja sorprendía a alguno en cualquier ocupación que no fuera la de guardar asueto le podía caer una buena multa, tanto más abultada cuanto más tiempo se le hubiera dedicado, el cómputo del cual quedaba al recto entender de la benemérita.
De modo que no era cuestión de exponerse, y así para salir del apuro y tener las espaldas medianamente bien guardadas, se instituía por consenso tácito y sin necesidad de hacerlo público un servicio de vigilancia a cargo de un par de vecinos que, estratégicamente situados, pudieran avistar de lejos la llegada de la pareja -a pie por la carretera como solían a veces, o a caballo, o en moto con el progresar de los años- y dar aviso con la suficiente antelación a los infractores. Los cuales, en cuanto oían las voces que propagaban la nueva, recogían en un santiamén las herramientas -guadañas, horcas, rastros...: nadie en su sano juicio se atrevía ese día a uncir las vacas al carro- y se apresuraban a esconderse en el monte, los que estaban más lejos, o a volver corriendo a casa si les daba tiempo, ponerse la ropa de los domingos y sentarse como si tal cosa a la puerta, o, si era la hora habitual y no llamaba la atención, jugar una partida a los bolos en la plaza de junto a la iglesia.

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