Durante
treinta y pico años, desde el final de la guerra en 1939 hasta la muerte de
Franco en 1975, el 18 de julio fue en toda España fiesta de obligado
cumplimiento por conmemorarse ese día el alzamiento militar de 1936 contra el
gobierno de la República.
En
el pueblo, por esas fechas, se estaba de lleno en la tarea más dura y trabajosa
de todo el año, la recolección de la hierba, que se segaba, se dejaba secar en
los prados y se llevaba luego en el carro al pajar o la tenada. Y como había
que aprovechar los días largos y claros del mes de julio, nadie quería perder
el tiempo con fiestas, y menos con una que a la postre era sobrevenida y como
si dijéramos forastera. Bien estaban las de los domingos, con las que todo el
mundo contaba, y que el vecindario en general respetaba sin refunfuñar, ¡pero
aquella impuesta y sin el arraigo de la tradición, y que encima ni siquiera figuraba
en las de guardar, o sea, en las que era pecado mortal si no se santificaban
como mandaba el catecismo!
Conque
nada de descansar, y cada uno a sus labores como si nada. Pero había un
problema, y gordo, que al alcalde y al señor cura y a las otras fuerzas vivas
les quitaba el sueño ya la antevíspera, y era este el de la guardia civil, que
tenía la mala costumbre de ir a comprobar in
situ por los pueblos si la gente del común le tenía afición a la susodicha
efeméride oficial y si esta era honrada como quería la autoridad.
Se
sabía al respecto, y era esto lo que más preocupaba, que si la pareja
sorprendía a alguno en cualquier ocupación que no fuera la de guardar asueto le
podía caer una buena multa, tanto más abultada cuanto más tiempo se le hubiera
dedicado, el cómputo del cual quedaba al recto entender de la benemérita.
De
modo que no era cuestión de exponerse, y así para salir del apuro y tener las
espaldas medianamente bien guardadas, se instituía por consenso tácito y sin
necesidad de hacerlo público un servicio de vigilancia a cargo de un par de
vecinos que, estratégicamente situados, pudieran avistar de lejos la llegada de
la pareja -a pie por la carretera como solían a veces, o a caballo, o en moto
con el progresar de los años- y dar aviso con la suficiente antelación a los
infractores. Los cuales, en cuanto oían las voces que propagaban la nueva,
recogían en un santiamén las herramientas -guadañas, horcas, rastros...: nadie
en su sano juicio se atrevía ese día a uncir las vacas al carro- y se apresuraban
a esconderse en el monte, los que estaban más lejos, o a volver corriendo a
casa si les daba tiempo, ponerse la ropa de los domingos y sentarse como si tal
cosa a la puerta, o, si era la hora habitual y no llamaba la atención, jugar
una partida a los bolos en la plaza de junto a la iglesia.
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