Traía
el otro día el periódico en la primera página este titular, un tanto
misterioso: El descomunal rastro de CO2 de tu WhatsApp. El misterio tardaba en disiparse lo que el lector
distraído en caer en la cuenta de lo que esa fórmula química significa, dióxido
de carbono, y las luces de alarma -con efectos especiales para provocar miedo y
sobresalto- que llevan incorporadas en los últimos tiempos casi todas las
noticias se encendieron también en esta con solo leer los primeros renglones,
que hablaban del impacto medioambiental del tráfico digital, que contamina ya
casi tanto como el aéreo, y de la preocupante estela de "datos
sucios" que deja en la atmósfera la industria de las telecomunicaciones (cada
minuto se envían 150 millones de SMS y también cada minuto se realizan 2,4
millones de búsquedas en internet, por no hablar de la actualización del perfil
en Facebook y del envío de mensajes por WhatsApp, todo lo cual genera un
consumo energético y un nivel de emisiones de dióxido de carbono comparable al
de la industria pesada: cada correo electrónico suelta al aire de la atmósfera
cuatro gramos de CO2, y enviar 65 equivale a recorrer un kilómetro en automóvil), y del enorme
consumo energético de las industrias virtuales, en particular de los inmensos
centros de datos y servidores que forman la trastienda de internet.
Conque,
a la vista de esa atmósfera tan contaminada por la nube incolora de internet y de
ese cielo atravesado a todas horas por los millones de mensajes y correos
electrónicos, los trillones de llamadas por los teléfonos móviles y el
estrépito incesante de estaciones y naves espaciales, satélites de todo tipo y
aviones de todos los colores, no es de extrañar que ya a los ángeles les dé
miedo volar hasta aquí abajo, y hasta que a las oraciones y plegarias les
cueste su tiempo llegar a los oídos de sus destinatarios allá arriba.
Ganas
le dan a uno por todo ello de desapuntarse al WhatsApp, borrarse de la
internet, guardar en el cajón el teléfono móvil y volver a escribir cartas.
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