El
verano eran los partidos de fútbol, con pelota de goma (los balones de reglamento,
o de material, como los llamábamos con inconmensurable devoción tardaron unos
años en llegar, o los traía algún veraneante para su solo deleite y envidia de
los envidiosos indígenas) en las eras al mediodía mientras los mayores dormían
la siesta o los domingos por la tarde en los prados de El Rellano o de Las
Vegas. En las eras, el juego discurría por los alrededores de dos chopos que
distaban entre sí la medida justa para servir de portería, que en las praderías
citadas se improvisaban con piedras o palos de salguera.
El
verano eran las tareas de la recolección de la hierba hasta Santiago y luego
por Nuestra Señora las labores de la era, con los ásperos paréntesis en que
tocaba guardar el ganado, un día entero de exilio en el monte que se teñía de
destierro si caía en festivo o conllevaba la obligación de dormir en el chozo,
toda la noche oyendo los cencerros de las vacas que luego al volver a casa
seguían resonando sin parar en la cabeza a todas horas hasta bien entrado el
sueño.
El
verano eran los días que galopaban cada vez más deprisa en el calendario en
cuanto septiembre empezaba a amarillear en el horizonte.
Hace muchos veranos las tareas agrícolas eran deberes, pero sin cuaderno de campo, lo de las cerezas es otra cosa, tu comentario ha resucitado una neurona que almacena las ubicaciones de cerezos, perales, viñas, etc., está bien que las neuronas rebroten.
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