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jueves, 6 de octubre de 2016

Historias de andar, reales como la literatura misma

Me lo explica, y aún hay en su expresión como una sombra de pesar y aletea en el tono de su voz una nota compungida:
Fue este verano, a principios. La primavera vino muy lluviosa y los pájaros se conoce que tardaron en anidar, estábamos en julio y aún se les veía merodear por los aleros de los tejados con comida en el pico para las crías. En casa teníamos uno, un nido de una pareja de carboneros. En la parra, justo a media pared, en lo más espeso y resguardado. Nos dimos cuenta enseguida, por la manera de piar, y a todas horas, en el tejado y en los árboles de enfrente o en los cables de la luz: los padres turnándose, uno a buscar la comida y el otro mientras tanto vigilando, y así todo el día, afanosos y solícitos, también nerviosos porque se sentían observados. ¡Pobres! Pero no les quedaba más remedio si querían alimentar a sus crías, tenían que llegar al nido aun sabiendo que al hacerlo ellos mismos se estaban delatando. ¡Con el cuidado que ponen para disimular y pasar desapercibidos y que nadie descubra su escondrijo, que es su casa! Nos costó muy poco adivinar el lugar exacto, pese a lo bien que lo habían camuflado, pegado al tronco de la parra, y del mismo color. Se lo enseñamos a las niñas, advirtiéndoles eso sí de que no dijeran nada a nadie, ni siquiera a sus amigas. Y les explicamos, claro, que para los pájaros el nido era igual que para nosotros la casa, y que allí dentro cuidaban de sus hijos hasta que estos eran capaces de volar... Lo entendieron perfectamente, no solo eso, se emocionaron... Nos entreteníamos todos y nos gustaba verlos revolotear y llamarse, y a los padres mover la cola de impaciencia y otear inquietos antes de decidirse a entrar en el nido. Les tomamos cariño, las niñas sobre todo. Y así pasó una semana y algo más. Hasta que un día estando allí sentados vino a saludarnos un vecino que es muy aficionado a la fotografía, y hablando con él nos descuidamos y una de las niñas sin reparar en que no estábamos solos señaló hacia el nido y dijo: Mira, mamá, los pajarines cómo pían. De hambre, añadió la mayor. El vecino fotógrafo preguntó y aunque tratamos de cambiar de conversación apareció entonces el padre piando en el manzanal con la comida en el pico y no nos quedó más remedio que contárselo. Él guardó silencio y no dijo nada, como si no le diera importancia, y hablamos de otras cosas y al rato se despidió. Esto fue al mediodía. Pero luego por la tarde, y ahora viene lo malo, cuando nosotros estábamos de paseo y no había nadie en casa, volvió, el fotógrafo me refiero, y no se le ocurrió otra cosa que coger una escalera, o a lo mejor ya la traía él, eso no lo sé, apoyarla contra la pared, subirse a ella, escudriñar entre la parra hasta descubrir el nido y ponerse a hacerles fotos a los pajarines. Allí, encima de ellos, apartando las hojas con una mano y apuntándoles con el objetivo, rozándoles casi me imagino, con la otra. Y hala, venga a disparar, para sacarles en su hábitat nos dijo luego, y que eran un documento de primera mano, y que seguro que se las publicaban en cualquier revista, las dichosas fotografías. Eso si nos les deslumbró también con el flash, que seguro. Total, que entre el alboroto de las hojas, el ruido de cada disparo, el resplandor del flash, los pajarines, asustados, saltaron todos del nido y cayeron al suelo. Y por el suelo, como no sabían volar, temblando de miedo, los encontraron luego las niñas al volver a casa. Dos nada más pudieron recoger, que nos los enseñaron llorando: los tenían todavía en la mano y los acariciaban para que no se murieran de frío y se tranquilizaran. Buscamos por todas partes y solo uno encontramos, los demás se perdieron por ahí, o sabe Dios qué sería de ellos. Y lo peor de todo fue consolar a las niñas, que no entendían nada, y que si no le íbamos a denunciar, al vecino, preguntaba la mayor, que había dejado sin casa a una familia por hacer una fotografía.

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