De
tanto estirar el hilo por uno y otro lado, y cortar aquí para enhebrar allá, y
darle vueltas a la costura y recomponer el descosido, llega un momento en que
la tela entera se vuelve tan fina y transparente que amenaza ruina de
deshilacharse; las puntadas que damos por la mañana antes de salir de casa se
deshacen en cuanto tropiezan con el picaporte de la calle, y así van pasando
los días y la vida corre el peligro de descoserse por uno de esos sietes que
luego ya no tienen compostura, igual que les pasa a las telas de araña cuando
de golpe una tarde sopla uno de esos vientos novatos que salen sin avisar de
los fuelles que hay detrás de las montañas y debajo de la piel del mar.
Se
planta uno entonces en la esquina por donde asoman las sombras y ve el
terraplén de los jirones que se precipita hacia el río negro que discurre
oscuro en lo hondo y engulle en un santiamén todo lo que llega hasta sus aguas.
Es
el momento en que tomamos la firme decisión de cambiar, de no correr más el
riesgo de despeñarnos en un descuido por ahí abajo, de dar un volantazo y
volver por donde solíamos, de buscar otra vereda, abrir otra ventana,
intentarlo por otro mapa.
Nos
reconciliamos de nuevo con nosotros mismos por haber sido capaces de tomar tan
apremiante y provechosa decisión, consultamos mentalmente el calendario y, como
no está muy lejano el día que se estrena el año, enseguida concluimos con
óptimo criterio que qué mejor manera de celebrarlo, y aplazamos para esa fecha
tan significativa la ejecución de nuestro irrevocable propósito, y así
aguardamos que lleguen hoy estas primeras horas de un tiempo que se nombra con
otro número distinto al de ayer para pensar que tenemos que pensar en serio el
modo de poner en práctica de una vez por todas esas medidas urgentes,
inaplazables, absolutamente necesarias si no queremos volver a enredarnos en la
madeja de esos hilos que, de tanto estirarlos por un lado y por otro, llegará
un día en que no se podrá dar con ellos ni una sola puntada.
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