¡Ahí
te quedas!
Han pasado hace un momento por la caja y están aún
componiendo las bolsas en el carro de la compra. Una es regordeta y vivaracha,
y la otra aparenta más callada y circunspecta. Las dos han pasado ya la
frontera de los sesenta y muchos, si las fisonomías y los hábitos no engañan.
En la misma puerta, a punto de abandonar el
supermercado, se detienen a saludar a una conocida que entra. Se hacen gestos
de reconocimiento, tibios al principio, más efusivos conforme va creciendo el
caudal en el intercambio de palabras. Lleva en este la voz cantante la que a
todas luces es la más desenvuelta de las tres, o sea, la antes caracterizada
como regordeta y vivaracha.
–Ahora vivimos juntas –proclama en un momento de la
conversación.
Su interlocutora, atónita, mueve la cabeza y mira
primero a la una y después a la otra como si pidiera auxilio.
–Ah, ¿pero no lo sabías? Pues va ya para siete u ocho
meses, desde antes del verano... Sí, lo veníamos hablando –continúa
impertérrita la vivaracha después de agacharse un momento a recomponer alguna
cosa en el carro– y un buen día nos dijimos que por qué no probarlo. Y dicho y
hecho, a la mañana siguiente ya estaba yo con la mudanza.
En la cara de la conocida ha debido de verse pintado el desconcierto,
si no el susto, porque la toma ligeramente del brazo, como si quisiera
tranquilizarla:
–Sí, al piso donde ella vive –y señala a su compañera–,
que es de alquiler. Juntando las dos pensiones y compartiendo los gastos lo
podemos pagar sin agobios, y estamos las dos solas tan ricamente, libres y sin
la carga del marido. Bueno, eso yo, porque ella de eso se libró ya hace tiempo,
como sabes.
La aludida se limita a asentir.
–Y nada, chica, que estamos la mar de contentas las dos,
¿verdad? –y vuelve a señalar–. Bueno, yo sobre todo, porque no sabes el peso
que me he quitado de encima, me refiero al marido, es como si de repente
hubiera vuelto a ser otra, fíjate lo que te digo. Pensaba que a lo mejor me
arrepentía, si seremos buenas, pero no, ni pizca. Más tonta fui por no haberlo
hecho antes. Por no haber tenido el valor. Pero ese día me desquité. Y se lo
dije bien claro: ahí te quedas. Así mismo, con estas mismas palabras. Me voy a
vivir con una amiga. Ni siquiera le dije el nombre. Para fastidiarle más. Y si
quiere pensar mal, que piense. Allá él. A ver cómo se arregla ahora. Porque mi
marido era de los que, para comer, primer plato, segundo plato y postre; y para
cenar lo mismo, primer y segundo plato cada día. Y así toda la vida, yo
cocinando y de fregona y él despreocupado de todo y a sus anchas, repantigado
en el sofá viendo la tele y gruñendo por una cosa o la otra. Conque ahí te
quedas, le dije. Y hasta hoy.
Veo al marido pasar el resto de sus días en alguna protectora de animales, salvo que un ama bondadosa le adopte y pase de largo ante su currículum vítae doméstico.
ResponderEliminar