–A nadie se le ocurre en una noche de invierno
echarse al camino siendo ya de noche. Pues eso fue lo que hizo el difunto Tirso
en pleno mes de enero. El cielo estaba raso y caía una helada de las de aúpa,
de modo que la nieve brillaba como una patena en el monte y se había puesto
dura y resbaladiza como un cristal en la vereda. Venía Tirso de Prioro aquella
noche cuando después de pasar el Corral de los Lobos, al asomar ya al Canto del
Vaquero, notó de repente un escalofrío que le bajaba por la espalda. Era ese
temblor que dicen que le sacude a uno cuando los lobos le rondan ya muy cerca.
No tardó en barruntarlos entre los piornos al lado de la vereda. Los pelos se
le pusieron de punta bajo la boina. Eran dos, pardos, con el hocico afilado por
el hambre. Tirso no llevaba más que una cachava en una mano y un fardel con los
recados en la otra. Los lobos se fueron acercando y se le pusieron uno delante
y otro detrás. Y todo el tiempo venga a cruzar la vereda sin parar, de arriba
abajo y de abajo arriba. Es lo que hacen dos lobos cuando se encuentran con un
hombre solo: no se atreven a tirársele al cuello y le rodean, le van
arrinconando dando vueltas alrededor, cada vez más cerca, esperando a que el
hombre resbale, tropiece y caiga al suelo. Pobre del que eso le ocurra, porque
los lobos entonces no tardan ni un santiamén en echársele al cuello. Ese era
precisamente el miedo que llevaba Tirso: resbalar en la nieve helada, dar un
mal paso. Gritar no podía, porque el aliento del lobo ya se sabe que seca la
voz en la garganta. Conque no le quedaba otra salida que seguir andando vereda
adelante, muy despacio, eso sí, para no caerse. Imaginaos lo que se debe pasar
en una noche así, ni un alma por esos montes tapados de nieve, con dos lobos
aullando de hambre pisándole a uno los talones y atravesándosele al echar el
paso adelante, el rabo levantado rozándole a veces las piernas. Pues así
vinieron todo el Canto el Raso acá hasta la valleja de La Carbajosa. Y entonces
fue lo peor, porque los lobos, se conoce que cansados de tanto esperar,
estrecharon el cerco. Ya no se contentaban con dar vueltas alrededor, no: se
paraban delante, desafiantes, como si fueran a embestirle, abrían la boca y le
enseñaban los colmillos, afilaban las zarpas en la nieve helada. Tirso apenas
se atrevía a levantar con vencida desgana la cachava, más para distraer el
miedo que por otra cosa. ¡Cuántas veces debió de darse por perdido! Estaban ya
en La Carbajosa, enfrente casi de la Peña el Oso, Tirso sin fuerzas ni siquiera
para dar un paso más, desfallecido, entregado... Un minuto más que hubieran
tardado en ladrar los perros y... Porque fue el ladrido de los perros, que
habían barruntado algo y salían por El Rollo arriba, lo que le salvó. Los
lobos, en cuanto los sintieron, se conoce que agacharon las orejas y se
perdieron brezal adentro entre la nieve. Y Tirso, blanco como esa pared, no dijo
palabra en un par de días, y otros tantos tardaron en quitársele los temblores
y escalofríos.
Bien
podía ser esta una de las historias que se contaban antaño en la hila. En la hila
o el filandón, que de las dos maneras se llamaba a las veladas que tenían lugar
las noches de invierno en los pueblos de la montaña de León. La palabra viene
del acto de hilar, labor en la que se afanaban con destreza las mujeres, la
rueca apretada contra las rodillas, mientras con la punta de los dedos índice y
pulgar de la mano izquierda estiran sin parar el copo de lana hasta convertirlo
en alargadas y finas vedijas que van bajando en rápido girar hasta el huso; allí
los dedos de la mano derecha delicadamente oprimen y retuercen las vedijas
hasta volverlas en delgados hilos de lana que el continuo movimiento de rotación
del huso va ovillando en su parte inferior.
Repartidos
los vecinos por diferentes casas, pasaban así las horas alrededor de la lumbre
(los hombres aplicados por lo general en quehaceres de tipo manual, como la
reparación de alguna herramienta), y para hacer más amena la reunión se
entretenían unos a otros contando viejas historias.
O
leyendo, que se hacía de forma colectiva y en voz alta, bien turnándose los
asistentes o bien asignándole la tarea al que tuviera más facilidad o mejor
dicción.
Los
libros solían ser siempre los mismos, novelas
de tipo histórico o sentimental la mayoría de las veces, y las historias tenían
que ver habitualmente con antiguas leyendas, tradiciones y costumbres ya perdidas,
relatos de pastores y animales (el oso, los lobos...), caminantes extraviados
en la niebla, apariciones, voces y luces misteriosas en lo más hondo del monte,
campanas que tocan solas a medianoche, secretos de sotanas, anécdotas y
chascarrillos de personajes conocidos de la comarca...
Estamos en enero, y como en la hila todos están callados, me voy con Tirso, no sé si encontraremos lobos en el camino, él está vacunado de esos percances y hasta de la gripe.
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