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jueves, 8 de octubre de 2015

El negocio del siglo

Sería el negocio del siglo, de verdad. Una casa en la montaña. O cerca de la playa. Eso da igual. Los clientes la alquilan para pasar en ella unos días. O unas horas, porque el precio es alto. La casa, aislada y solitaria. Como mucho, con su jardincito. Se encierran en ella, pasan allí dentro sin salir el tiempo que quieran. Luego, cuando salen y vuelven a la vida rutinaria de cada día, se les restituye el tiempo que hayan estado en la casa. Que han estado dos días, pues se les devuelven los dos días, se les entrega una tarjeta que diga: canjeable por dos días en su vida habitual. Que han estado doce horas, se les restituyen las doce horas. Con una particularidad: ese tiempo lo puede añadir a su vida el cliente cuando él quiera. Quiero decir que podrá prever de antemano lo que va a hacer con él, en qué lo va a gastar, cómo lo va a vivir: con la familia, por ejemplo, o trabajando, o tumbado en el sofá. Un tiempo de más a su entera disposición; como una paga extra, pero en horas, o en días, quién sabe si hasta en semanas o meses.
Eso al principio. En una primera etapa. Hasta que el negocio se consolide. Luego se ofrecería la posibilidad de que el mismo tiempo pasado en la casa se pudiera volver a vivir en el pasado. El cliente elegiría la época de su vida en la que podría disfrutar de ese tiempo regalado. Podría vivirlo, por ejemplo, en la infancia, y regresar así temporalmente a esos años que todos llevamos dentro, o en la adolescencia, o en aquel año de su vida en que fue feliz. En el lugar y las circunstancias que se le antojasen. Figúrate: lo de recuperar el paraíso perdido dejaría de ser un sueño de poetas.           
¿No te parece que sería el negocio del siglo? 

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"¿A quién me nombrarás que conceda algún valor al tiempo, que ponga precio al día...? [...]
Todo, Lucilio, es ajeno a nosotros, tan solo el tiempo es nuestro: la naturaleza nos ha dado la posesión de este bien fugaz y deleznable, del cual nos despoja cualquiera que lo desea.
Y es tan grande la necedad de los mortales, que permiten que se les carguen a su cuenta las cosas más insignificantes y viles, en todo caso sustituibles, cuando las han recibido; en cambio, nadie que dispone del tiempo se considera deudor de nada, siendo así que este es el único crédito que ni siquiera el más agradecido puede restituir".

                                                                                   Séneca, Cartas a Lucilio

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