Mi
abuelo, que fue toda su vida pastor trashumante, anduvo el camino de los
puertos de montaña de León a las dehesas de Extremadura cincuenta y dos años,
los cuarenta y siete primeros a pie y los cinco restantes un trecho en el coche
de san Fernando, hasta la estación de Palencia, y lo demás en tren. Bajaba por
estas fechas, con los primeros fríos de octubre, siguiendo el rebaño de las
ovejas de raza merina por las cañadas. A la espalda en un morral llevaba el
sustento diario –pan y un poco de queso o de tocino, siempre lo mismo: él lo
llamaba el compango- y en un burro, los enseres y provisiones para toda la
temporada. El viaje duraba treinta jornadas. Por el día cuidaba del ganado y
por la noche dormía a la intemperie, tapado con una manta, el oído atento a los
lobos y a los cencerros de las ovejas y a los ruidos del redil. El sol era
bienvenido, y la lluvia aceptada con resignación. Pasaba cerca de los pueblos
pero no entraba en ninguno. (Los que salían a ver el paso del rebaño miraban a
los pastores con altivez y un punto de recelo.) Sabía de memoria todo lo que
había que saber sobre las estrellas, el cielo, los cantos de los pájaros, las
huellas de los animales y el color de las hojas de los árboles y de la niebla.
En Extremadura dormía en un chozo y pasaba cerca de nueve meses en la dehesa
cuidando del rebaño de un amo al que ni siquiera conocía. Solo un puñado de
ovejas era de su propiedad, y esa era la única concesión a la que tenía
derecho, y casi su única soldada. Un par de veces en todo el invierno escribía a
casa una carta temblorosa y contenida. En la primavera, por el mes de mayo,
volvía a hacer el mismo camino en sentido inverso. Más de un año, al llegar al
pueblo en las montañas de León, salía su mujer a esperarle con el hijo que
había nacido un par de meses antes en brazos. A los que ya se habían hecho
mayores les traía en los bolsillos de la chaqueta de pana bellotas de encina,
que eran un poco dulces y duraban mucho en la boca.
Mi
abuelo, que no tuvo nunca un solo día de vacaciones, se murió en la primavera
de 1965 sin saber lo que era un turista, ni lo que esa palabra
significaba.
Si algún dia pudieses hablar con tu abuelo, le hablarías de como las criaturas nos movemos de un lado para otro, como las ovejas pero en distancias más largas, y cuando algún extraño aparece por nuestro lugar de residencia escudriñando todos los rincones le llamamos turista.
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