No es por
disuadir, pero si alguien quiere llegar al pueblo de uno, no en coche por
carretera sino andando por la vereda, tiene que pasar necesariamente por El
Corral de los Lobos, o, desviándose un poco más al norte, atravesar el Monte
Oscuro.
Merece la
pena el paseo en cualquier caso. Y además, una vez en el término vecinal, puede
el caminante subir (es ritual obligado para los nativos, y un
servidor procura cumplir con él siempre que va) a un pico que tiene un nombre singular y
muy bonito: el Pico de las Palabras. Y a no mucha distancia, cruzando por Peña
Vedada y El Cueto Mancebo, podrá asimismo, siguiendo la vereda que llevaba al viejo
Riaño hoy sepultado bajo el pantano, beber un trago de agua fresca en la Fuente
Escribida...
El nombre
de ese pico nos llamaba mucho la atención de niños, y desde entonces lo he asociado siempre, como ya dejé constancia en
uno de los relatos que integran mi libro Años
de guardar (2011), al misterioso origen de las palabras.
Reproduzco a continuación el comienzo del citado relato:
Reproduzco a continuación el comienzo del citado relato:
El Pico de las Palabras
En La Braña hay un pico que se llama el Pico de
las Palabras. Es el más alto de todos y está un poco a la derecha de por donde
se pone el sol, al noroeste si hubiera que señalar el punto cardinal. Visto
desde el pueblo tiene forma de triángulo, o de pirámide, y por la cara de
detrás mira al otro valle, el del río Esla.
De muy
pequeño estaba convencido de que se llamaba así porque dentro se guardaban las
palabras, todas las palabras, cada una en una caja muy pequeña y todas bien
apiladas unas encima de otras desde el hondón hasta lo más alto del pico, y las
que no cabían en esa pila, ordenadas por todos los rincones. Nunca me pregunté
quién las había puesto allí –Dios, a
lo mejor, o el que hubiera inventado el hablar–,
y tampoco hablé de ello con nadie, ni siquiera cuando más tarde empecé a pensar
en otras cosas, siempre dándole vueltas a lo mismo.
–Esto
de las palabras es un misterio.
Teótimo,
Gaudencio y los otros se me quedaron mirando extrañados.
–¿Por
qué lo dices?
–Porque
sí.
–Quién
las hizo, por ejemplo.
–¡Toma,
quién iba a ser: Dios!
–¿Y
cuándo? En el libro de Historia Sagrada no sale nada de eso, y cuando explica
las cosas que creó en los seis días que estuvo trabajando no dice que hubiera
hecho las palabras. ¡Y el séptimo ya estaba cansado y lo pasó entero descansando,
o sea que ese día tampoco las hizo!
–No,
las palabras se hicieron ellas solas.
–¡Sí,
hombre, no se hicieron solos ni el mar ni las estrellas y se van a hacer las
palabras!
–¿Entonces?
–El
señor maestro dijo un día que las habían traído los romanos.
–¿Los
romanos? ¡Pero si esos he oído decir yo que hablaban en latín, como los señores
curas en la iglesia!
–Pues
serían entonces los primeros pobladores los que las trajeron…
–¿Y
quiénes fueron esos, listo?
–¡Toma,
los iberos, los celtas y los celtíberos!
Como no
salíamos de dudas, ya un día alguno se atrevió a preguntarlo en la escuela.
–Señor
maestro, ¿quién hizo las palabras?
El señor
maestro se quedó callado, como si no hubiera oído la pregunta, luego nos miró
uno por uno, movió la cabeza y dijo:
–Eso
ya lo aprenderéis cuando seáis mayores.
Debíamos
de andar entonces por los ocho años, y el misterio se quedó sin resolver.
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