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domingo, 4 de octubre de 2015

El Pico de las Palabras

No es por disuadir, pero si alguien quiere llegar al pueblo de uno, no en coche por carretera sino andando por la vereda, tiene que pasar necesariamente por El Corral de los Lobos, o, desviándose un poco más al norte, atravesar el Monte Oscuro.
Merece la pena el paseo en cualquier caso. Y además, una vez en el término vecinal, puede el caminante subir (es ritual obligado para los nativos, y un servidor procura cumplir con él siempre que va) a un pico que tiene un nombre singular y muy bonito: el Pico de las Palabras. Y a no mucha distancia, cruzando por Peña Vedada y El Cueto Mancebo, podrá asimismo, siguiendo la vereda que llevaba al viejo Riaño hoy sepultado bajo el pantano, beber un trago de agua fresca en la Fuente Escribida...
El nombre de ese pico nos llamaba mucho la atención de niños, y desde entonces lo he  asociado siempre, como ya dejé constancia en uno de los relatos que integran mi libro Años de guardar (2011), al misterioso origen de las palabras.
Reproduzco a continuación el comienzo del citado relato:

                                               El Pico de las Palabras

En La Braña hay un pico que se llama el Pico de las Palabras. Es el más alto de todos y está un poco a la derecha de por donde se pone el sol, al noroeste si hubiera que señalar el punto cardinal. Visto desde el pueblo tiene forma de triángulo, o de pirámide, y por la cara de detrás mira al otro valle, el del río Esla.
De muy pequeño estaba convencido de que se llamaba así porque dentro se guardaban las palabras, todas las palabras, cada una en una caja muy pequeña y todas bien apiladas unas encima de otras desde el hondón hasta lo más alto del pico, y las que no cabían en esa pila, ordenadas por todos los rincones. Nunca me pregunté quién las había puesto allí Dios, a lo mejor, o el que hubiera inventado el hablar, y tampoco hablé de ello con nadie, ni siquiera cuando más tarde empecé a pensar en otras cosas, siempre dándole vueltas a lo mismo.   
Esto de las palabras es un misterio.
Teótimo, Gaudencio y los otros se me quedaron mirando extrañados.
¿Por qué lo dices?
Porque sí.

A ver, explícate.
Quién las hizo, por ejemplo.
¡Toma, quién iba a ser: Dios!
¿Y cuándo? En el libro de Historia Sagrada no sale nada de eso, y cuando explica las cosas que creó en los seis días que estuvo trabajando no dice que hubiera hecho las palabras. ¡Y el séptimo ya estaba cansado y lo pasó entero descansando, o sea que ese día tampoco las hizo!
No, las palabras se hicieron ellas solas.
¡Sí, hombre, no se hicieron solos ni el mar ni las estrellas y se van a hacer las palabras!
¿Entonces?
El señor maestro dijo un día que las habían traído los romanos.
¿Los romanos? ¡Pero si esos he oído decir yo que hablaban en latín, como los señores curas en la iglesia!
Pues serían entonces los primeros pobladores los que las trajeron…
¿Y quiénes fueron esos, listo?
¡Toma, los iberos, los celtas y los celtíberos!
Como no salíamos de dudas, ya un día alguno se atrevió a preguntarlo en la escuela.
Señor maestro, ¿quién hizo las palabras?
El señor maestro se quedó callado, como si no hubiera oído la pregunta, luego nos miró uno por uno, movió la cabeza y dijo:
Eso ya lo aprenderéis cuando seáis mayores.
Debíamos de andar entonces por los ocho años, y el misterio se quedó sin resolver.


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