La
de corregir sin descanso ni clemencia es una de las más extendidas, y se lleva
en ello la palma Juan Ramón Jiménez, que nunca se quedaba contento y volvía una
y otra vez sobre lo que escribía. Obsesionado por alcanzar la perfección, raras
veces pudo aplicarse a sí mismo lo que aconseja, como ideal de la poesía pura,
en El poema:
que
así es la rosa!"
El
prurito de excelsitud le llevaba a revisar continuamente incluso lo ya
publicado, y afectaba también al diseño y calidad de la impresión, al tipo de
letra y, naturalmente, a las erratas, que perseguía con furia inmisericorde:
"Voy a morir un día de una errata", escribió.
No
fue esta la única manía del autor de Platero
y yo, que, aparte de sus peculiares licencias ortográficas en el uso de la
j y de la s (intelijencia, estraño...), no soportaba el ruido, por lo que acabó
forrando de esparto y arpillera las paredes de la habitación en que trabajaba.
El
afán por corregir es algo inherente al oficio de escritor, y son muchos a los
que podría aplicarse esta frase atribuida por unos a Flaubert (que antes de
ponerse a escribir tenía que fumarse por lo menos una pipa) y por otros a Oscar
Wilde: "Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis
poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla".
Algo
parecido le ocurría a Arthur Miller, que declaró en una entrevista: "Me
levanto por la mañana, voy a mi estudio y escribo. ¡Y luego lo rompo
todo!"
También
lo de escribir en la cama es afición compartida por no pocos autores de
renombre, como Marcel Proust, Truman Capote, Vicente Aleixandre –que lo
hacía también tumbado en el sofá, con una carpeta sobre el pecho para apoyar
las cuartillas– y Juan Carlos Onetti, que prácticamente vivía
en ella, en la cama, leyendo y escribiendo, y a ser posible con un vaso de
whisky a mano.
Por
lo que respecta al recado de escribir, Ramón Gómez de la Serna utilizaba
siempre tinta roja (Neruda prefería la verde) y Cela, hojas sueltas, pluma y
tintero.
A
García Márquez le gustaba escribir descalzo, como a Hemingway, y necesitaba
tener una flor amarilla sobre su mesa. Eduardo Mendoza, por su parte, escribe
siempre de pie, con pluma y en un pupitre de madera, alto y con cajones,
reproducción de un escritorio alemán del siglo XVIII. También Dickens utilizaba
un pupitre similar.
Isabel
Allende, que comienza todas sus novelas el 8 de enero, enciende una vela al
empezar a escribir y deja de hacerlo cuando se apaga. A Balzac, la inspiración
solo le venía con unas cuantas tazas de café.
Vargas
Llosa, sumamente disciplinado y estricto en cuanto a la dedicación horaria,
exige que todo a su alrededor esté bien ordenado.
Ya
para terminar, y en otro orden de cosas, Unamuno fue toda su vida aficionadísimo
a la cocotología, es decir, al arte de hacer pajaritas de papel, y adquirió tal
grado de destreza que se convirtió en un consumado maestro: se apañaba para
hacerlas en cualquier parte y de múltiples figuras y tamaños, y las dejaba como
rastro inconfundible de su paso o las regalaba a quien se las pidiese. Lo cual
no resulta extraño en alguien que a los once años ya había escrito, en
colaboración con un primo suyo, un trabajo sobre cocotología, y que, más tarde,
siendo ya catedrático de la Universidad de Salamanca, redactó unos Apuntes para un tratado de cocotología
como epílogo de su novela Amor y
pedagogía.
De
Unamuno cuenta Josep Pla lo siguiente en Madrid,
1921. Un dietario: "A la hora del almuerzo hace una bola de miga de
pan que ya no suelta en todo el día haciéndola rodar entre los dedos de las
manos".
Tu crónica habla de manías de los escritores, por extensión puedo hablar de un tipo que para modelar necesita tener a mano un cuchillo, cochambroso, y con empuñadura de plástico azul, en algún momento he pensado ponerle un chip para tenerle siempre controlado y evitar su pérdida.
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