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viernes, 22 de enero de 2016

Manías de escritores

La de corregir sin descanso ni clemencia es una de las más extendidas, y se lleva en ello la palma Juan Ramón Jiménez, que nunca se quedaba contento y volvía una y otra vez sobre lo que escribía. Obsesionado por alcanzar la perfección, raras veces pudo aplicarse a sí mismo lo que aconseja, como ideal de la poesía pura, en El poema:
"¡No le toques ya más,
que así es la rosa!"
El prurito de excelsitud le llevaba a revisar continuamente incluso lo ya publicado, y afectaba también al diseño y calidad de la impresión, al tipo de letra y, naturalmente, a las erratas, que perseguía con furia inmisericorde: "Voy a morir un día de una errata", escribió.
No fue esta la única manía del autor de Platero y yo, que, aparte de sus peculiares licencias ortográficas en el uso de la j y de la s (intelijencia, estraño...), no soportaba el ruido, por lo que acabó forrando de esparto y arpillera las paredes de la habitación en que trabajaba.
El afán por corregir es algo inherente al oficio de escritor, y son muchos a los que podría aplicarse esta frase atribuida por unos a Flaubert (que antes de ponerse a escribir tenía que fumarse por lo menos una pipa) y por otros a Oscar Wilde: "Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla".
Algo parecido le ocurría a Arthur Miller, que declaró en una entrevista: "Me levanto por la mañana, voy a mi estudio y escribo. ¡Y luego lo rompo todo!"
También lo de escribir en la cama es afición compartida por no pocos autores de renombre, como Marcel Proust, Truman Capote, Vicente Aleixandre que lo hacía también tumbado en el sofá, con una carpeta sobre el pecho para apoyar las cuartillas y Juan Carlos Onetti, que prácticamente vivía en ella, en la cama, leyendo y escribiendo, y a ser posible con un vaso de whisky a mano.
Por lo que respecta al recado de escribir, Ramón Gómez de la Serna utilizaba siempre tinta roja (Neruda prefería la verde) y Cela, hojas sueltas, pluma y tintero.
A García Márquez le gustaba escribir descalzo, como a Hemingway, y necesitaba tener una flor amarilla sobre su mesa. Eduardo Mendoza, por su parte, escribe siempre de pie, con pluma y en un pupitre de madera, alto y con cajones, reproducción de un escritorio alemán del siglo XVIII. También Dickens utilizaba un pupitre similar.
Isabel Allende, que comienza todas sus novelas el 8 de enero, enciende una vela al empezar a escribir y deja de hacerlo cuando se apaga. A Balzac, la inspiración solo le venía con unas cuantas tazas de café.
Vargas Llosa, sumamente disciplinado y estricto en cuanto a la dedicación horaria, exige que todo a su alrededor esté bien ordenado.
Ya para terminar, y en otro orden de cosas, Unamuno fue toda su vida aficionadísimo a la cocotología, es decir, al arte de hacer pajaritas de papel, y adquirió tal grado de destreza que se convirtió en un consumado maestro: se apañaba para hacerlas en cualquier parte y de múltiples figuras y tamaños, y las dejaba como rastro inconfundible de su paso o las regalaba a quien se las pidiese. Lo cual no resulta extraño en alguien que a los once años ya había escrito, en colaboración con un primo suyo, un trabajo sobre cocotología, y que, más tarde, siendo ya catedrático de la Universidad de Salamanca, redactó unos Apuntes para un tratado de cocotología como epílogo de su novela Amor y pedagogía.
De Unamuno cuenta Josep Pla lo siguiente en Madrid, 1921. Un dietario: "A la hora del almuerzo hace una bola de miga de pan que ya no suelta en todo el día haciéndola rodar entre los dedos de las manos".

1 comentario:

  1. Tu crónica habla de manías de los escritores, por extensión puedo hablar de un tipo que para modelar necesita tener a mano un cuchillo, cochambroso, y con empuñadura de plástico azul, en algún momento he pensado ponerle un chip para tenerle siempre controlado y evitar su pérdida.

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