Rubén
Darío
El
sábado pasado se cumplió el primer centenario de la muerte de Rubén Darío, que
nació en Metapa (Nicaragua) en 1867 y murió en la también ciudad nicaragüense
de León el 6 de febrero de 1916.

A
este modernismo, que, en la poesía, concede especial relevancia a la música del
lenguaje y cuida con mimo la magia de la métrica, pertenecen los dos primeros
libros de Rubén Darío, Azul (1888) y Prosas profanas (1896). Precisamente en
el prólogo de este segundo libro (que incluye poemas tan famosos como la Sonatina: "La princesa está
triste... ¿qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de
fresa...") aparecen estas significativas palabras: "Veréis en mis
versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o
imposibles; ¡qué queréis, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó
nacer!".
El
otro tema importante del modernismo lo constituye la expresión de la intimidad personal, de clara inspiración
romántica y simbolista: la melancolía, la nostalgia, el hastío y la
tristeza como manifestaciones del malestar existencial, sentimientos
envueltos casi siempre en ambientes otoñales o crepusculares de jardines
abandonados, parques solitarios, tardes grises, etc. Y aquí se ancla el tercer
libro importante de Darío, Cantos de vida y esperanza (1905), que incorpora
además motivos hispánicos (Letanía de Nuestro Señor Don Quijote) y de
cariz político (Salutación del optimista, Oda a Roosevelt).
Sin
duda, uno de los poemas más significativos de esta vertiente intimista es el
titulado Lo fatal, que tiene por tema
la desazón existencial, el radical desamparo de los seres humanos perdidos en
el tiempo y aguardando la llegada inexorable de la muerte.
En
la primera estrofa, el poeta envidia al árbol y a la piedra por carecer de las
facultades de sentir y pensar, exclusivas del ser humano, pues son ellas las
que originan "el dolor de ser vivo" y la pesadumbre de "la vida
consciente". El pesimismo impregna las estrofas siguientes, en las que se
acumulan, con un ritmo in crescendo marcado por la repetición de la conjunción y, las razones de la angustia vital,
resumidas y condensadas en esa terrible incertidumbre de la exclamación final.
(Y obsérvese de paso el perfecto paralelismo sintáctico y la no menos impecable
antítesis semántica en los versos segundo y tercero de la penúltima estrofa,
así como la ruptura del ritmo métrico en los dos versos finales, de nueve y
siete sílabas, frente a los alejandrinos de catorce anteriores.)
Dichoso
el árbol que es apenas sensitivo,
y
más la piedra dura, porque esa ya no siente,
pues
no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni
mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser,
y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el
temor de haber sido y un futuro terror...
Y el
espanto seguro de estar mañana muerto,
y
sufrir por la vida y por la sombra y por
lo
que no conocemos y apenas sospechamos,
y la
carne que tienta con sus frescos racimos,
y la
tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y
no saber adónde vamos,
ni
de dónde venimos...!
(Cantos de vida y esperanza)
Rubén Darío cree dichosa a la piedra "porque esa ya no siente".
ResponderEliminarEl autor de este blog, ante una composición escultórica con piedra incluida escribió: Todo fluye, resbala, se desliza, pero la piedra, que es piedra de río y sabe por eso de aluviones y desbordamientos, resiste en su adivinada fragilidad: está así y ahí porque prefiere la prisión del lodo a la audacia de la aventura, la solidez de unas raices a las eventualidades de la intemperie. La piedra de Rubén Darío no piensa ni siente, la de David sabe y siente.
Gracias, Mariano,por tus bondades
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