Kepler,
el famoso astrónomo y matemático alemán, conocido sobre todo por sus leyes
sobre el movimiento de los planetas, estudió también los copos de nieve, cuya
forma y belleza le subyugaban de modo singular. Y así, en 1611, escribió:
"Tiene que haber alguna causa concreta por la que, siempre que empieza a
nevar, las primeras formaciones de nieve presentan invariablemente la forma de
una estrellita de seis puntas". Intrigado por el hecho, observó que la
misma estructura se repetía en algunos seres del mundo natural, como las
celdillas de las abejas en los panales y las pepitas de las granadas. Pero, no
hallando más ejemplos coincidentes, hubo de renunciar a explicar científicamente la causa
de la arquitectura de los copos.
Hoy
se sabe que los copos son "anillos hexagonales de moléculas de agua"
y que esa forma hexagonal básica "se desarrolla de varias maneras conforme
el cristal de hielo crece", dependiendo de la temperatura y la humedad del
aire. "En el aire muy húmedo, brotan brazos de las seis puntas de los
copos de nieve. Estos brazos se convierten entonces en nuevas placas
hexagonales o, si el aire es suficientemente cálido, les salen todavía más
apéndices y multiplican los brazos de la estrella que está creciendo. [...] A
medida que nieva, el viento empuja los copos a través de las ligeras e
innumerables variaciones de temperatura y humedad del aire". Por este
motivo, "no hay dos copos de nieve que sigan la misma trayectoria".
De
manera que Kepler no anduvo descaminado en lo fundamental al tratar de solucionar
el enigma de la belleza y la simetría de los copos de nieve, y "sus
intuiciones respecto a la disposición de las pepitas de granada y las celdillas
de las abejas iban en la buena dirección".
He
tomado estas informaciones, y las frases entrecomilladas, de En un metro de bosque, un libro en el
que su autor, David George Haskell, biólogo norteamericano, cuenta todo lo que
ve, observa y escucha en tan reducido perímetro a lo largo de un año (de ahí el
subtítulo: Un año observando la
naturaleza). En un paseo sin rumbo por el bosque, escoge una piedra que le
brinda fácil asiento, delimita un breve espacio a su alrededor y allí acude
cada día durante un año entero con el propósito de anotar todos los menudos
acontecimientos que se vayan desarrollando ante sus ojos con el paso de las
estaciones: las idas y venidas de insectos y animales, el canto de los pájaros,
la caída de las hojas...
El pintor Antonio López durante cinco veranos (75-80), pintó La Gran Vía, la primera luz de la mañana (30 ó 40 minutos) fué la piedra sobre la que se apoyaba para captar la luminosidad de la calle.
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