En la letra o todo es redondo:
los oasis, los obeliscos, los ojales, las oficinas, los océanos, los odres, los
oboes, las octavillas, el oro, las olas, los oteros... También se ve redondo
todo lo que desde ella se mira: las pizarras de las escuelas, las tabletas de chocolate, los
periódicos, los libros, las casas (y sus puertas, ventanas, escaleras,
chimeneas...), los trenes, los prados y las tierras de labor, los valles y las
montañas, el mar...
Y qué fácil que las orejas sean ojeras, y una órbita se
transforme, con solo quitarle ese cuchillo de encima, en una obrita o en un rabito, y lo mismo
un órgano en un onagro.
En la letra i hay
muchas cosas que bien podrían llevar el punto y aparecer así con él encima,
picudas y como si lucieran una diminuta corona: las iglesias, los iglús, la
infancia, la ilusión, las ideas, los insectos (todos) y la instrucción (pública,
que es el adjetivo que ella prefiere para su acompañamiento).
Las dos, la i y
la o, conviven amigablemente en el
odio y el oprobio, comparten el ocio y el oficio, atienden por igual al
insidioso que al indigno, convierten lo irónico en onírico, aparecen de
improviso en el óbito de un obispo, habitan lo ínfimo y lo infinito, se
desorientan un poco en el inicio y el indicio, profesan a la vez el optimismo y
el inconformismo, confunden lo incógnito con lo obvio, buscan por instinto en cualquier orificio, ni temen al ofidio ni huyen
del ornitorrinco, están en el oído y el ombligo y se enredarán un día, como le
pasa a todo, en el ovillo del olvido.
(Inciso: istmo y mitos, óptico y tópico.)
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