Entra
uno en cualquier museo e irremediablemente –salvo en esos de arte contemporáneo con que un montón de ayuntamientos
creyeron adornar su ciudad despilfarrando con insensatez el dinero público en aquellos alegres
años de las vacas gordas y que, dicho sea de paso, casi nadie visita..., pero
ahí siguen, luciendo diseño y muertos de aburrimiento– encuentra en ellos algún cuadro de tema religioso: la
historia no se puede cambiar, por más que a algunos les gustaría hacerlo; el
pasado fue así, pese al empeño de no pocos por olvidarlo o enturbiarlo o tergiversarlo; la
cultura de la que venimos germinó en ese semillero, y muchos estamos
convencidos de la fecundidad de tales raíces (y deberíamos acaso sentirnos
orgullosos también).
Con
frecuencia, a la vista de cualquiera de esos cuadros, o con solo leer sus
títulos, se afianza uno en la convicción de que para entender mejor –y quizá también para disfrutar– el arte, llamémosle clásico, es
imprescindible el conocimiento, siquiera sea somero, de la historia. De la
historia de la religión en este caso (la historia sagrada de las escuelas de
antaño), entendiendo por tal no las cuestiones más o menos espesas y espinosas
de la doctrina o el dogma, sino los episodios y nombres, de origen bíblico en
su mayor parte, que a lo largo de los siglos perduraron en el imaginario
colectivo y formaron en él un poso cultural común a todas las naciones
occidentales o de tradición cristiana.
Y la
pregunta que se suscita inevitablemente a continuación es si no se estará
perdiendo todo ese legado, si todos esos episodios y nombres –de personajes bíblicos, de santos, de mártires, de
profetas, de reyes y emperadores, de milagros, de apariciones, de batallas... – no estarán cayendo en las
tinieblas del olvido, si todo ese bagaje cultural heredado no se estará
desperdiciando y despreciando... Si no estaremos con ello privando a las nuevas
generaciones de entender un pasado que les pertenece y de disfrutar un
patrimonio que no debería resultarles ajeno.
Todo
lo cual se puede hacer extensible también –imposible no caer en la tentación de barrer siempre para
casa– a la cuestión del vocabulario... El
de referencias bíblicas, por ejemplo: barrabás, calvario, fariseo, inri,
jeremías, maná, mesías, salomónico, viacrucis, vacas flacas, paño de lágrimas,
pasar las de Caín, lavarse las manos, rasgarse las vestiduras, de Pascuas a
Ramos, beso de Judas, llorar como una Magdalena... O el de los oficios y
objetos litúrgicos: novena, triduo, rogativas, letanía, misal, patena,
vinajeras, copón, hisopo, incensario, alba, estola, casulla, púlpito... O el de
las festividades religiosas: Epifanía, Pascua, Pentecostés, Corpus...
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