Se cultivó en los años cuarenta, cincuenta y sesenta del
siglo pasado sin demasiados alardes y tuvo en Camilo J. Cela (La familia de Pascual Duarte), Miguel
Delibes (El camino, Las ratas, Los santos
inocentes...) y Jesús Fernández Santos (Los
bravos) los más conspicuos representantes.
Luego la crítica, y acaso los lectores también arrastrados
por ella, decretó por nadie sabe qué razones su defunción y empezó a renegar y
echar pestes contra los que la escribían, y vino la novela urbana, con especial
atención a los barrios y la periferia (Tiempo
de silencio, de Luis Marín Santos, Últimas
tardes con Teresa, de Juan Marsé, La
verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, por citar las pioneras),
y fue esta bendecida y hasta mitificada, y se quedó la rural a verlas venir.
A lo mejor es que en la posguerra la sociedad española
era esencialmente rural, y de ahí que los señores críticos no vieran nada
anómalo en que la novela lo fuera también, y que luego, con el trasvase masivo
del campo a la ciudad, y preparándose ya el país para llamar a las puertas de
Europa, escritores y lectores se sintieran de repente más finos y cosmopolitas,
ufanos de su recién adquirida condición de urbanitas, y un poco avergonzados de
la que por suerte acababan de dejar atrás. De suerte que el pueblo con todos
sus atrasos, y la mentalidad y las costumbres campesinas desaparecieron poco a
poco de las novelas españolas, y ni rastro quedó de todo ello al cabo del
tiempo, lo mismo en la presentación que en el nudo que en el desenlace.
Y en las mismas se sigue ahora, que no se hace novela
rural (el término mismo suena casi a antediluviano) porque los lectores son ya
todos urbanos y los que quedan en el medio agrario viven y piensan y se
expresan –requiescat in
pace el vocabulario campesino– como
en las ciudades, lo rural y agropecuario ha desaparecido porque los pueblos o
están vacíos (ya no hay escuelas rurales, ni párrocos rurales, ni médicos
rurales) o se han convertido en ciudades pequeñas, que ese es el intríngulis de
todo: en España ya solo quedan grandes ciudades o metrópolis, capitales de
provincia que aspiran a serlo (para lo cual es imprescindible contar con los servicios
básicos de aeropuerto, estación de AVE, museo de arte moderno y auditorio
musical), ciudades pequeñas que se estiran para ser ciudades grandes y pueblos
grandes que hacen todo lo posible por convertirse en ciudades pequeñas,
pudiendo ser estos dos últimos núcleos de población de dos clases, a saber:
ciudades pequeñas con semáforos, muchos bares y algunos tractores, y pueblos
grandes con tractores, muchos bares y algunos semáforos (y rotondas, repartidas
por doquier en el primer caso y un par de ellas por lo menos en el segundo, a la entrada
y a la salida, para recibir y despedir al visitante).
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