Los
esquimales disponen de un elevado número de palabras (algunos lingüistas han
calculado que incluso pueden llegar a las cien) para designar la nieve, pues
distinguen en esta una gran cantidad de matices y singularidades de acuerdo con
la temperatura, la consistencia, el espesor, el brillo, la duración o tiempo
transcurrido desde su caída, y hasta el tono del color.
Otro
tanto ocurre en árabe para caballo o camello, según sea la raza, el tamaño, la
función a la que es destinado, etc.
Y en
algún sitio he leído también que en Escocia se utilizan hasta dieciocho palabra
diferentes para referirse a la lluvia.
Como
no parece que haya en español ningún caso digno de ser resaltado (en la versión
castellana de la Enciclopedia del
lenguaje de la Universidad de Cambridge, de David Crystal, se menciona,
pero no tiene uno la impresión de que sea muy ilustrativo, el de las distintas
porciones de un alimento cortado con un cuchillo: loncha, rodaja, rebanada,
tajada, raja, filete, lonja, rueda...), me contentaré, luego de descartar, por
fácil y manida, la inevitable tentación de acogerse al campo de los festejos –fiesta, juerga, jarana, jolgorio, farra,
parranda, francachela, jácara, cachondeo... –, con dejar constancia de algunos datos curiosos.
Por
ejemplo, que la palabra más usada por los hablantes es la preposición de, seguida de los artículos el y la,
y que el fonema o sonido predominante es /e/, por encima de /a/. También, que en
el lenguaje publicitario –y en el de la política,
que se está convirtiendo a pasos agigantados en un puro espectáculo
publicitario– la más recurrente es el adjetivo nuevo, y que de las aproximadamente 93.000
palabras que recoge la última edición del Diccionario de la Real Academia
Española, la de 2014, la gran mayoría de ellas con más de una acepción, un
hablante medio apenas usa, en el mejor de los casos, un millar para
comunicarse.
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