Y aquel amigo de la escuela, Baldo se llamaba, que tenía
estudiadas también las distintas maneras de pasar un puente: sin mirar al agua,
que es la de los que van con prisa o andan peleados consigo mismos; aminorando
el paso y mirando lo justo para esconder en el agua alguno de esos pensamientos
ocultos que no caben ya en la cabeza; apresurando el paso, por miedo a que la
sombra de uno se vaya río abajo enredada en la corriente; deteniéndose un
instante a escuchar la conversación de las aguas, por si se puede de ella sacar
algún provecho; asomándose un poco como hacen los enamorados de verdad, que se
miran en el río queriendo que el espejo de las aguas les devuelva el reflejo y
la lumbre de otros ojos...
En
otra ocasión Baldo nos dijo muy serio que los puentes pasaban el tiempo
intentando en vano descifrar el misterio de las aguas de los ríos, que se hacen
pasar por distintas siendo siempre las mismas.
– Pero nadie –añadió– sabe lo que piensan los ríos: los puentes les dan sombra y los
decoran, pero a la que pueden se los llevan por delante.
Y
un día que el señor maestro explicaba la lección de hidrografía y nos mandó
luego copiar en el cuaderno el resumen de las corrientes de agua, Baldo, en
lugar de la definición de río que ponía en la enciclopedia, escribió esta otra:
“Un
río es un camino que se mueve a la vez que se está quieto”.
Tú amigo Baldo sabía mucho del misterio de los puentes y como nos confunden las aguas de los ríos.
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