Don
Miguel de Cervantes murió en Madrid el 22 de abril de 1616, en la misma
situación de penuria económica en que había transcurrido toda su vida desde la
infancia. Tres días antes de su muerte había redactado el prólogo a su última
novela, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que se publicó póstumamente en 1617. En dicho prólogo, que comienza
con un célebre verso (“Puesto ya el pie en el estribo…”), dejó escrito: “Ayer
me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias
crecen, las esperanzas menguan, y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo
que tengo de vivir […] Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase
la voluntad de los cielos”.
Antes, además de las heridas de Lepanto y los cinco
años de cautiverio en Argel, había pasado ya por no pocas penalidades. En 1590, por ejemplo, volvió a solicitar por segunda vez un empleo en la
América española, y de nuevo le fue denegado: “Busque por acá en qué se le haga
merced”, fue la respuesta. En 1592, acusado de haber vendido cierta cantidad de
trigo sin autorización, fue encarcelado. No acabaron ahí sus desgracias, pues
algún tiempo después, en 1597, también por problemas relacionados con su cargo
de recaudador de impuestos, pasó tres meses en la prisión de Sevilla. En ella,
según el propio Cervantes, empezó a concebir el Quijote, que refleja en parte su experiencia viajera de esos años
en los que recorrió muchos caminos, se hospedó en ventas incómodas y tuvo trato
con personas de toda condición y muy diversos oficios.
¡Para que luego anden ahora buscando sus huesos,
por puro afán recaudatorio nada más, y con prisas para que al político de turno
en campaña electoral le dé tiempo a fotografiarse sonriente junto a ellos!
(Los políticos lo que tienen que hacer con
Cervantes son dos cosas: la primera, leerle, a ver si se les pega algo de su humor
y bonhomía; la segunda, promover su conocimiento y fomentar la lectura de sus
libros entre la población.)
Y puestos a rendirle un
pequeño homenaje lector, propongo este breve fragmento del capítulo XLIV de la
segunda parte de Don Quijote:
-¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber
doncella que me mire que de mí no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de
ventura la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de
la incomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís,
emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años?
Dejad, dejad a la miserable que triunfe, se goce y ufane con la suerte que Amor
quiso darle en rendirle mi corazón y entregarle mi alma. Mirad, caterva
enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa y de alfeñique, y para todas las
demás soy de pedernal; para ella soy miel, y para vosotras acíbar; para mí sola
Dulcinea es la hermosa, la discreta, la honesta, la gallarda y la bien nacida,
y las demás, las feas, las necias, las livianas y las de peor linaje; para ser
yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó la naturaleza al mundo. Llore o cante
Altisidora; desespérese Madama, por quien me aporrearon en el castillo del moro
encantado, que yo tengo de ser de Dulcinea, cocido o asado, limpio, bien criado
y honesto, a pesar de todas las potestades hechiceras de la tierra.
Ya que algunos huesos de los encontrados podrían ser de Cervantes, se les preguntaría si quisieran reencarnarse otra vez en la figura de su dueño.
ResponderEliminar