La otra mañana, en la Rambla de Catalunya, esquina con
Provença, cerca ya del mediodía.
Me siento en un banco al cobijo de un tilo y, al poco, lo hace también una pareja. Son los dos muy jóvenes, veinte años o por ahí. De pronto, apenas han transcurrido unos segundos, ella se levanta, se echa el pelo hacia atrás con un gesto enérgico de la cabeza y se sienta sobre las rodillas de él, que tiene la vista fija en el móvil.
Me siento en un banco al cobijo de un tilo y, al poco, lo hace también una pareja. Son los dos muy jóvenes, veinte años o por ahí. De pronto, apenas han transcurrido unos segundos, ella se levanta, se echa el pelo hacia atrás con un gesto enérgico de la cabeza y se sienta sobre las rodillas de él, que tiene la vista fija en el móvil.
—¿Cómo te ha ido en la entrevista?
—Creo que bien.
—¿Qué te preguntaron?
—Lo de siempre: cómo gestionarías tú una situación
complicada, la manera de sacar rendimiento al trabajo en equipo, la capacidad
de liderazgo…, esas cosas.
—¡Ostras, qué difícil!
—-No, ya estoy acostumbrado.
—¿Y te llamarán?
—No sé.
—Entonces, ¿no te aseguraron nada?
—Si me llaman antes del jueves, buena señal. Si no,
tendré que llamarles yo.
—Ya.
—Pero no te preocupes, lo hice muy bien. Yo creo que le
caí bien al que nos hacía las entrevistas. Parecía serio. ¿Y tú?
—Nerviosa, un poco.
—¿Y eso?
—Nada, que me parece que la encargada me tiene manía.
—¿Sí? ¿Cómo lo sabes?
—Pues que no me quita ojo, como si me estuviera vigilando
continuamente, que no puedo despistarme ni un momento, y no veas lo que es eso.
Y encima a primera hora entró una señora y nada más verla ya me di cuenta, si
se les nota a la legua. Y mira, a mí que se lleven una camiseta, bueno, pero
que lo hagan delante de mis narices, pues no.
—¿Y qué hiciste?
—Nada, lo mismo que la encargada a mí, no quitarle el ojo
de encima. Te juro que si lo llega a hacer le llamo la atención. Me puse muy
nerviosa.
—Anda, olvídalo.
Ella se levanta de repente.
—Me voy, que tengo prisa.
—Yo me quedo. Me bajo una aplicación y luego doy una
vuelta.
—Adiós, guapo; te quiero.
Le da un beso prolongado, sin que él levante apenas la
vista de la pantalla.
Se aleja unos pasos, vuelve la vista y se acerca:
—Guapo, guapo, guapo. Te quiero –y le da otro beso y le
acaricia la nuca y la cabeza alborotándole un poco el pelo. Él continúa absorto
en el móvil.
—Guapo, más que guapo, que te quiero –le dice volviéndose
un momento antes de alejarse definitivamente.
Tanto el que da fé como los protagonistas de la conversación toman el cobijo de un tilo, probablemente si se hubiese desarrollado bajo el manto de una higuera, la escena podría haber terminado en dolor de cabeza.
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