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martes, 21 de abril de 2015

Primeras lecturas

Paseo por la memoria y me veo ya de niño leyendo todo lo que caía en mis manos, incluido cualquier papel que recogiera de la calle y los que entraran por el portal envolviendo alguna cosa.
En casa apenas había libros: un misal de tapas negras y cantos de color rojo carmín, media docena de devocionarios y libros piadosos, algunas vidas de santos –recuerdo la de santa Genoveva de Brabante, algo desencuadernado y cosido a mano por mi abuela con hilo blanco todo el lomo-, los manuales de Geografía y de Historia de España de cuando mi padre estudió en la preceptoría de Morgovejo… Y los veinticuatro tomos en papel áspero y amarillo del Año cristiano, ejercicios devotos para todos los días del año, del P. Croisset, traducido del francés por el padre Isla, que leía la tía Isa moviendo los labios como si rezara, y a veces, sin darse cuenta porque estaba algo sorda, en voz de murmullo, de manera que se le oía lo que decía. 
Por el pueblo circulaban también algunos otros que se leían en las hilas por el invierno al lado de la lumbre: eran lo que se llama ahora lecturas colectivas, turnándose cada cierto tiempo el que hacía de lector y escuchando con reverencia los demás…
De manera que nunca leí tebeos, por la sencilla razón de que no los había en el pueblo, pero sí, por el mero placer de leer, el misal, que estaba en latín (pero me sonaba muy bien al oído, y por eso, si por casualidad me quedaba solo en casa, lo hacía en voz alta y procurando imitar los ademanes del señor cura en la misa).
También me gustaba leer la enciclopedia de la escuela, en particular las poesías, muchas de las cuales aprendí entonces de memoria y aún no se han borrado, como esta, que me impresionó muchísimo: Refieren de un sectario de Lutero/que su madre, llorosa y afligida,/en las últimas horas de su vida/le llamó y dijo así:-¡Hijo, yo muero!/Mas, antes de mi muerte, saber quiero/si da lo mismo terminar la vida/muriendo protestante o convertida/de la Iglesia Católica al sendero./Melacthon, aunque siempre fue embustero,/esta vez contestó la verdad pura:/-En la protesta –respondió sincero-/se vive con bastante más soltura;/mas para bien morir, ¡pese a Lutero!,/la Católica, madre, es la segura.
Un tiempo después, mi tío Onésimo me regaló al volver de Extremadura, supongo que para reconfortarme de unas fiebres largas que yo había padecido aquel invierno, Lecciones de cosas, un libro con dibujos en color que no sé las veces que lo leería.
Luego vino el ministro de Información y Turismo don Manuel Fraga Iribarne abriendo teleclubs por toda España y uno le tocó a mi pueblo. Y entonces el señor cura aprovechó la ocasión para trasladar allí la biblioteca que había donado a la parroquia un paisano canónigo sochantre en Santiago de Compostela y, de paso, para compensar por el regalo, le cambió el nombre al teleclub, que pasó a llamarse salón parroquial.
En esa biblioteca había muchísimos libros, y todos encuadernados igual, las tapas negras o marrones de cartón con los títulos dorados y alguna filigrana del mismo color en el lomo, pero olían a humo y a tabaco y eran la mayoría de temas religiosos lindantes con la filosofía y la teología. Le pregunté a mi tío Miguel, que era el encargado y tenía el registro completo, pero más bien me disuadió: cuando seas mayor, vino a decirme, con muy buen criterio. (Mi tío Miguel, que fue toda su vida un grandísimo lector.)
Luego descubrí que por allí andaban también, aparte de Balmes, Vázquez de Mella (el canónigo debía de ser carlista), Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Chateaubriand (El genio del cristianismo), novelas del P. Coloma (Pequeñeces, Retratos de antaño…), de Pereda (Peñas arriba, El sabor de la tierruca, La puchera…), de Gil y Carrasco (El señor de Bembibre), de Concha Espina (La esfinge maragata), de Walter Scott (Ivanhoe, El anticuario), de Sienkiewicz (Quo vadis?), amén de poesías de Gabriel y Galán y de Zorrilla, y la obra completa (salvo Rebojos, que se deshizo enseguida de tanto leerlo todo el vecindario) de Antonio de Valbuena, hijo ilustre del vecino pueblo de Pedrosa del Rey.
Manuel Fraga Iribarne se acordó un poco más tarde de enviar autores un poco más modernos, como Galdós, aunque solo sus Episodios nacionales, y algunos ejemplares sueltos de la Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV, y estos ya fueron un festín.
Ya en el seminario, tuve la inmensa fortuna de tener como profesor a don Miguel Díez, que despertó en mí el interés por la literatura; en mí y en buena parte de mis compañeros, aunque algunos, como Ernesto Escapa, ya la traían de casa y estaban habituados al trato y la compra de libros; él me surtió, por ejemplo, de los primeros azorines, que me dejaron boquiabierto.
El primer libro que yo compré -de mi bolsillo, aunque no sé con qué ahorros- fue La perla, de John Steinbeck, y en esa elección influyeron dos razones: que era muy barato, 15 pesetas (aún lo conservo, algo desmadejado, en edición de bolsillo de Plaza y Janés, y aunque en la parte inferior del  lomo figura impreso el precio oficial, 20 pesetas, en una esquina de la primera página aparece marcado a lápiz el que a mí me cobró el librero de la calle Ramón y Cajal de León), y que por él le habían dado el premio Nobel a su autor. Esto último fue determinante, y, poseído por esa creencia, guardé ufano el libro como si fuera un tesoro para llevarlo por el verano al pueblo, y allí lo leí el primer día que me tocó pastorear las vacas en el monte. Lo malo fue que, como era muy corto, 124 páginas, a media mañana ya lo había acabado, o sea que me quedé en ayunas aquel día.
El segundo de mi incipiente biblioteca fue Diario de un cura rural, de G. Bernanos, supongo que atraído por el título (yo iba seguro para cura, ya me tenían asignado el chopo que iba a servir de mayo el día de la misanueva en el pueblo), pero no llegué ni siquiera a empezarlo porque un cura solícito me lo requisó. Desde aquel día, y siguiendo los consejos de los más avezados, guardé siempre los libros de lectura debajo del colchón, y, para leerlos sin sobresaltos, tomaba la precaución de forrarlos antes y ponerles un título que despistara, Imitación de Cristo, por ejemplo, de Kempis, que era el más socorrido; con este disimulo incluso me atrevía a veces a llevarlos a la capilla con el fin de abreviar y hacer más llevaderas las interminables liturgias.
En esos años, hasta los 16 aproximadamente, los más felices también para la lectura (nunca más en la vida se vuelve a leer con la intensidad, el deslumbramiento, la frescura, la ingenuidad y la pasión con que se lee en la adolescencia), me impresionaron especialmente estos libros, y los enumero siguiendo el orden en que anduve perdido y extasiado por sus páginas: Amor: El diario de Daniel y Dar: El diario de Ana María, ambos del mismo autor -Michel Quoist, un cura francés moderno y obrero cercano a los jóvenes, así se decía entonces-, que pretendía reflejar en ellos el sentir de dos adolescentes que, para nosotros, seminaristas internos de la España más profunda, representaban una vida libre, poco menos que ideal, llena de sentimientos y emociones que nunca íbamos a experimentar, y por eso mismo maravillosa e inalcanzable, una vida no regida únicamente por rudas normas externas que tenían como último objetivo encauzar las aguas de la mente y ponerle puertas al campo del corazón (y perdón por la frase), una vida en la que los chicos podían hablar libremente con las chicas...; La vida sale al encuentro, de José Luis Martín Vigil, también cura –bueno, jesuita-: durante una larga temporada todos quisimos ser Ignacio o Iñaki, aunque no sabíamos muy bien cómo podíamos serlo, no teniendo unos padres medianamente ricos como los suyos, ni un cura comprensivo y tolerante que nos orientara y aconsejara como el padre Urcola, ni, sobre todo, una chica como Karin, que con solo ese nombre ya enamoraba, y que además de ser guapa, alemana, rubia y sensible, al final de la novela, antes incluso de llegar al desenlace, se dejaba besar y hasta algo más y todo, o eso se daba a entender; El extranjero, de Albert Camus, que leí en una tarde de pastor con las vacas, por el mes de octubre: gracias al vecino que me lo prestó, que había estudiado hasta faltarle tres años para cantar misa en los frailes y había llenado los márgenes de anotaciones y comentarios, pude entender que el protagonista se sentía un extraño para sí mismo y también un extraño en el mundo, sobre todo lo primero, y me impresionó muchísimo el comienzo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Así, como si fuera lo más normal del mundo recibir esa noticia y quedarse de brazos cruzados tan campante sin hacer nada ni experimentar ningún sentimiento. (Y si acaso añadiría un cuarto, enviado también por el ministerio de Información y Turismo al teleclub: Los cipreses creen en Dios, de José Mª Gironella, porque hablaba de la guerra, y retrataba la vida de una familia que ya no resultaba tan lejana, la familia Alvear de Gerona, y porque uno de los personajes era un seminarista como yo...)
Y de esa época de la adolescencia en verano campesina y el resto del año levítica y encerrada, me quedarán para siempre como imborrable recuerdo las horas de lectura en los días que me tocaba hacer de pastor por montes y colladas, yendo de una sombra a otra o saltando de peña en peña siempre con el libro en la mano, sin perder por eso de vista a las vacas o a las ovejas, que leer y hacer otra cosa al mismo tiempo es algo de lo que todo el mundo es capaz con un poco de práctica. Y seguía en esta arraigada costumbre el ejemplo de mi padre y de mi tío Miguel: de ellos aprendí a llevar siempre un libro en el morral –pero podían ser dos o tres, dependiendo del grosor y de lo gustosas que se me antojaran sus páginas- y a no descuidar, como ya he dicho, la obligación, que con un ojo seguíamos el hilo de la ficción y con el otro el de la realidad.
Los dos le tenían tanta afición que abrían un libro siempre que tenían tiempo, incluso en la mesa a la hora de comer (y los tengo ahora delante de los ojos, la mano derecha ocupada con la cuchara y la izquierda sujetando el último número de la revista de Selecciones del Reader’s Digest, que  mandaba gratis al teleclub el ministro de Información y Turismo).
  

4 comentarios:

  1. Tienes un disco duro a prueba de tiempo; tu memoria trae el ayer al ahora en unas lineas.

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  2. Magnífica entrada David. Creo que deberías sacar partido a tus amplísimas lecturas y recomendar libros a los que seguimos tu blog.

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