Paseo
por la memoria y me veo ya de niño leyendo todo lo que caía en mis manos,
incluido cualquier papel que recogiera de la calle y los que entraran por el
portal envolviendo alguna cosa.
En
casa apenas había libros: un misal de tapas negras y cantos de color rojo
carmín, media docena de devocionarios y libros piadosos, algunas vidas de
santos –recuerdo la de santa Genoveva de Brabante, algo desencuadernado y
cosido a mano por mi abuela con hilo blanco todo el lomo-, los manuales de
Geografía y de Historia de España de cuando mi padre estudió en la preceptoría
de Morgovejo… Y los veinticuatro tomos en papel áspero y amarillo del Año cristiano, ejercicios devotos para todos
los días del año, del P. Croisset, traducido del francés por el padre Isla,
que leía la tía Isa moviendo los labios como si rezara, y a veces, sin darse
cuenta porque estaba algo sorda, en voz de murmullo, de manera que se le oía lo
que decía.
Por
el pueblo circulaban también algunos otros que se leían en las hilas por el
invierno al lado de la lumbre: eran lo que se llama ahora lecturas colectivas,
turnándose cada cierto tiempo el que hacía de lector y escuchando con
reverencia los demás…
De
manera que nunca leí tebeos, por la sencilla razón de que no los había en el
pueblo, pero sí, por el mero placer de leer, el misal, que estaba en latín
(pero me sonaba muy bien al oído, y por eso, si por casualidad me quedaba solo
en casa, lo hacía en voz alta y procurando imitar los ademanes del señor cura en
la misa).
También
me gustaba leer la enciclopedia de la escuela, en particular las poesías,
muchas de las cuales aprendí entonces de memoria y aún no se han borrado, como
esta, que me impresionó muchísimo: Refieren
de un sectario de Lutero/que su madre, llorosa y afligida,/en las últimas horas
de su vida/le llamó y dijo así:-¡Hijo, yo muero!/Mas, antes de mi muerte,
saber quiero/si da lo mismo terminar la vida/muriendo protestante o
convertida/de la Iglesia Católica al sendero./Melacthon, aunque siempre fue
embustero,/esta vez contestó la verdad pura:/-En la protesta –respondió
sincero-/se vive con bastante más soltura;/mas para bien morir, ¡pese a
Lutero!,/la Católica, madre, es la segura.
Un
tiempo después, mi tío Onésimo me regaló al volver de Extremadura, supongo que
para reconfortarme de unas fiebres largas que yo había padecido aquel invierno,
Lecciones de cosas, un libro con
dibujos en color que no sé las veces que lo leería.
Luego
vino el ministro de Información y Turismo don Manuel Fraga Iribarne abriendo
teleclubs por toda España y uno le tocó a mi pueblo. Y entonces el señor cura
aprovechó la ocasión para trasladar allí la biblioteca que había donado a la
parroquia un paisano canónigo sochantre en Santiago de Compostela y, de paso,
para compensar por el regalo, le cambió el nombre al teleclub, que pasó a
llamarse salón parroquial.
En
esa biblioteca había muchísimos libros, y todos encuadernados igual, las tapas
negras o marrones de cartón con los títulos dorados y alguna filigrana del
mismo color en el lomo, pero olían a humo y a tabaco y eran la mayoría de temas
religiosos lindantes con la filosofía y la teología. Le pregunté a mi tío
Miguel, que era el encargado y tenía el registro completo, pero más bien me
disuadió: cuando seas mayor, vino a decirme, con muy buen criterio. (Mi tío Miguel,
que fue toda su vida un grandísimo lector.)
Luego
descubrí que por allí andaban también, aparte de Balmes, Vázquez de Mella (el
canónigo debía de ser carlista), Donoso Cortés, Menéndez Pelayo y Chateaubriand
(El genio del cristianismo), novelas
del P. Coloma (Pequeñeces, Retratos de antaño…), de Pereda (Peñas arriba, El sabor de la tierruca, La
puchera…), de Gil y Carrasco (El
señor de Bembibre), de Concha Espina (La
esfinge maragata), de Walter Scott (Ivanhoe,
El anticuario), de Sienkiewicz (Quo vadis?), amén de poesías de Gabriel y Galán y de Zorrilla, y la obra completa (salvo Rebojos, que se deshizo enseguida de tanto leerlo todo el vecindario) de Antonio de Valbuena, hijo ilustre del vecino pueblo de Pedrosa del Rey.
Manuel
Fraga Iribarne se acordó un poco más tarde de enviar autores un poco más
modernos, como Galdós, aunque solo sus Episodios
nacionales, y algunos ejemplares sueltos de la Biblioteca Básica Salvat de
Libros RTV, y estos ya fueron un festín.
Ya
en el seminario, tuve la inmensa fortuna de tener como profesor a don Miguel
Díez, que despertó en mí el interés por la literatura; en mí y en buena parte
de mis compañeros, aunque algunos, como Ernesto Escapa, ya la traían de casa y
estaban habituados al trato y la compra de libros; él me surtió, por ejemplo,
de los primeros azorines, que me dejaron boquiabierto.
El
primer libro que yo compré -de mi bolsillo, aunque no sé con qué ahorros- fue La perla, de John Steinbeck, y en esa
elección influyeron dos razones: que era muy barato, 15 pesetas (aún lo
conservo, algo desmadejado, en edición de bolsillo de Plaza y Janés, y aunque
en la parte inferior del lomo figura
impreso el precio oficial, 20 pesetas, en una esquina de la primera página
aparece marcado a lápiz el que a mí me cobró el librero de la calle Ramón y
Cajal de León), y que por él le habían dado el premio Nobel a su autor. Esto
último fue determinante, y, poseído por esa creencia, guardé ufano el libro como si
fuera un tesoro para llevarlo por el verano al pueblo, y allí
lo leí el primer día que me tocó pastorear las vacas en el monte. Lo malo fue
que, como era muy corto, 124 páginas, a media mañana ya lo había acabado, o sea
que me quedé en ayunas aquel día.
El
segundo de mi incipiente biblioteca fue Diario
de un cura rural, de G. Bernanos, supongo que atraído por el título (yo iba
seguro para cura, ya me tenían asignado el chopo que iba a servir de mayo el
día de la misanueva en el pueblo), pero no llegué ni siquiera a empezarlo
porque un cura solícito me lo requisó. Desde aquel día, y siguiendo los
consejos de los más avezados, guardé siempre los libros de lectura debajo del
colchón, y, para leerlos sin sobresaltos, tomaba la precaución de forrarlos
antes y ponerles un título que despistara, Imitación
de Cristo, por ejemplo, de Kempis, que era el más socorrido; con este
disimulo incluso me atrevía a veces a llevarlos a la capilla con el fin de
abreviar y hacer más llevaderas las interminables liturgias.
En
esos años, hasta los 16 aproximadamente, los más felices también para la
lectura (nunca más en la vida se vuelve a leer con la intensidad, el
deslumbramiento, la frescura, la ingenuidad y la pasión con que se lee en la
adolescencia), me impresionaron especialmente estos libros, y los enumero
siguiendo el orden en que anduve perdido y extasiado por sus páginas: Amor: El diario de Daniel y Dar: El diario de Ana María, ambos del
mismo autor -Michel Quoist, un cura francés moderno y obrero cercano a los
jóvenes, así se decía entonces-, que pretendía reflejar en ellos el sentir de
dos adolescentes que, para nosotros, seminaristas internos de la España más
profunda, representaban una vida libre, poco menos que ideal, llena de
sentimientos y emociones que nunca íbamos a experimentar, y por eso mismo
maravillosa e inalcanzable, una vida no regida únicamente por rudas normas
externas que tenían como último objetivo encauzar las aguas de la mente y
ponerle puertas al campo del corazón (y perdón por la frase), una vida en la
que los chicos podían hablar libremente con las chicas...; La vida sale al encuentro, de José Luis Martín Vigil, también cura
–bueno, jesuita-: durante una larga temporada todos quisimos ser Ignacio o
Iñaki, aunque no sabíamos muy bien cómo podíamos serlo, no teniendo unos padres
medianamente ricos como los suyos, ni un cura comprensivo y tolerante que nos
orientara y aconsejara como el padre Urcola, ni, sobre todo, una chica como
Karin, que con solo ese nombre ya enamoraba, y que además de ser guapa, alemana,
rubia y sensible, al final de la novela, antes incluso de llegar al desenlace,
se dejaba besar y hasta algo más y todo, o eso se daba a entender; El extranjero, de Albert Camus, que leí
en una tarde de pastor con las vacas, por el mes de octubre: gracias al vecino que
me lo prestó, que había estudiado hasta faltarle tres años para cantar misa en
los frailes y había llenado los márgenes de anotaciones y comentarios, pude
entender que el protagonista se sentía un extraño para sí mismo y también un
extraño en el mundo, sobre todo lo primero, y me impresionó muchísimo el comienzo: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Así, como si fuera
lo más normal del mundo recibir esa noticia y quedarse de brazos cruzados tan
campante sin hacer nada ni experimentar ningún sentimiento. (Y si acaso
añadiría un cuarto, enviado también por el ministerio de Información y Turismo
al teleclub: Los cipreses creen en Dios,
de José Mª Gironella, porque hablaba de la guerra, y retrataba la vida de una
familia que ya no resultaba tan lejana, la familia Alvear de Gerona, y porque
uno de los personajes era un seminarista como yo...)
Y
de esa época de la adolescencia en verano campesina y el resto del año levítica
y encerrada, me quedarán para siempre como imborrable recuerdo las horas de
lectura en los días que me tocaba hacer de pastor por montes y colladas, yendo
de una sombra a otra o saltando de peña en peña siempre con el libro en la
mano, sin perder por eso de vista a las vacas o a las ovejas, que leer y hacer
otra cosa al mismo tiempo es algo de lo que todo el mundo es capaz con un poco
de práctica. Y seguía en esta arraigada costumbre el ejemplo de mi padre y de
mi tío Miguel: de ellos aprendí a llevar siempre un libro en el morral –pero
podían ser dos o tres, dependiendo del grosor y de lo gustosas que se me
antojaran sus páginas- y a no descuidar, como ya he dicho, la obligación, que
con un ojo seguíamos el hilo de la ficción y con el otro el de la realidad.
Los
dos le tenían tanta afición que abrían un libro siempre que tenían tiempo,
incluso en la mesa a la hora de comer (y los tengo ahora delante de los ojos, la
mano derecha ocupada con la cuchara y la izquierda sujetando el último número
de la revista de Selecciones del Reader’s
Digest, que mandaba gratis al
teleclub el ministro de Información y Turismo).
Tienes un disco duro a prueba de tiempo; tu memoria trae el ayer al ahora en unas lineas.
ResponderEliminarMagnífica entrada David. Creo que deberías sacar partido a tus amplísimas lecturas y recomendar libros a los que seguimos tu blog.
ResponderEliminarMuchas gracias, Marcos. Procuraré seguir tu consejo
EliminarMuchas gracias, Marcos. Procuraré seguir tu consejo
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