Les tomamos cariño a las cosas que nos sirven y acompañan
con silenciosa lealtad, y nos cuesta desprendernos de ellas.
Un coche, por ejemplo. Parecerá increíble, pero al que
ahora tengo, que el pasado mes de mayo cumplió diecisiete años, está empezando
uno a tomarle afecto. A lo mejor es porque, aun siendo ya viejo, me sirve
todavía bien, tan bien como de recién estrenado. Temo que me va a costar
desprenderme de él –no tanto como debía de costarles a mis abuelos o a mi padre
cuando se veían obligados a vender, también por vieja, una vaca-, y he pensado
alguna vez que lo mejor sería que él mismo una noche en la soledad del garaje
encontrase el modo de desconectar las piezas del motor y dejara de funcionar.
Así, cuando fuera a la mañana siguiente y conectara la llave para ponerle en
marcha, permanecería en silencio en vez de emitir el consabido ronroneo, como
si se hubiera quedado dormido para siempre y fuera incapaz de despertar.
¡Cualquier cosa, con tal de evitarle la humillación de quedarse un mal día
parado en medio de la carretera y que tenga que venir la grúa y llevarlo a
cuestas hasta un taller!
Algo
similar parece que piensa también el propio interesado, a juzgar por los
pensamientos que deja traslucir en los versos que siguen:
El viejo Volvo
La
forma de mirarlos,
que
se te van los ojos
cuando
en la carretera raudos
te
adelantan, conducidos por otros.
Motores
poderosos
y
recién diseñados
que
son tan silenciosos
y
consumen tan poco,
y
con esos neumáticos...
Sé
lo que estás pensando:
ni
una mota de polvo,
gepeese,
teléfono sin manos
y
climatizadores electrónicos.
Por
eso caviloso
me
miras amohinado…,
a
mí, que no quiero tener otro amo.
El afecto se toma a todo aquello con lo que convives y demuestra gratitud. Hace mucho tiempo un animal murió en casa, ví llorar a mi madre, en aquel momento no lo sentía, ahora lo entiendo. Si el coche leyese tu comentario se autoinstalaría un sistema de navegación y desaparecería, bueno, quizá no.
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