Tengo guardadas en los cajones de la mesa cuarenta y tantas libretas, no de las que hablé en
este blog –las de de hacer los deberes escolares o tomar apuntes: Libretas y cuadernos, se titulaba la
entrada, correspondiente al pasado 4 de mayo–, sino de esas otras más modernas
y atractivas que se venden ahora en todas partes.
Son
libretas –o cuadernos, el nombre da igual– que he ido comprando aquí y allá con
el ánimo de escribir en ellas las obras completas, o casi. Muchas están ya
escritas, incluso apurando los márgenes y aprovechando hasta la última página,
otras están a medio, y alguna sin empezar. Son todas muy bonitas, y bien
encuadernadas, con tapas de piel flexible en bastantes casos, o con dibujos muy
artísticos o reproducciones de cuadros famosos en la portada, y tan llamativas
que parece, al comprarlas, que le va a venir a uno la inspiración con solo
abrirlas y le va a dar cada una para escribir una obra maestra por lo
menos.
Pero
les ha pasado lo mismo que a las otras, las de los deberes y apuntes escolares: que los artilugios de las nuevas tecnologías las han desplazado y arrinconado.
Y
ahí están las pobres, aburridas en los cajones, hirviendo de envidia contra
esos desconocidos artefactos que se han enseñoreado de la superficie de la mesa: el portátil, la
tablet (o tableta, que debe de
llamarse así por el parecido con la de chocolate del mismo nombre, o con la
pizarra, de forma y dimensiones similares, que llevábamos antes a la escuela),
el móvil (que no sé si es un smarthphone
o un iphone, a tanto ya no llego) y
una colección de pendrives (en
castellano antiguo, lápices de memoria).
Estos
–y no la pluma, el tintero y el papel– son ahora el recado de escribir.
Tengo la duda de si las musas actúan del mismo modo ante una hoja de cuaderno con pluma y tintero, o con un teclado ante una pantalla.
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