Azorín
El 8 de junio de 1873 nacía en Monóvar (Alicante), José Martínez Ruiz,
más conocido por el seudónimo de Azorín.
Los
bachilleres de mi generación, allá por los años 60 del siglo pasado, le
imitábamos siempre cuando nos poníamos a escribir.
Ocurría
esto en la primavera de 1967, poco después de la muerte de Azorín, que había
fallecido en Madrid el 2 de marzo de aquel mismo año.
Sabíamos
poco de él, lo que decían los libros de texto, que apenas era nada en los
primeros cursos del bachillerato, y las breves notas biográficas que venían en
las solapas de sus libros, que también eran muy parcas.
Pero
nos llamaba poderosamente la atención su manera de escribir, el estilo cortado,
con frases muy breves, algunas sin verbo, los nombres solos muchas veces, o adornados
con adjetivos, y tres o cuatro signos de puntuación –el punto y coma parecía su
preferido– en cada renglón. Lo que
ya no valorábamos tanto, acaso porque nos suponía un esfuerzo abrir de continuo
el diccionario o porque no alcanzábamos a ver su mérito, era el vocabulario tan
rico y preciso, con palabras del más puro castellano diseminadas con la mayor
naturalidad y como quien no quiere la cosa por todas las páginas.
El
primer libro que leí de Azorín, y al que recurría siempre en busca de una frase
que me sirviera de acicate y punto de partida, fue Pueblo, en la edición de la vieja Austral con la portada en color
azul, el color reservado, según atestiguaban las solapas, a las “novelas y
cuentos en general”. Costaba trabajo incluir Pueblo en cualquiera de esos dos géneros, pero no debían de saber
los editores en qué serie incluirlo, ni cómo catalogarlo, y lo mismo me pasaba
a mí, y supongo que a todos los lectores. Desde luego que no era una novela,
pero tampoco una colección de cuentos al uso, sino más bien un conjunto de
descripciones, o una gavilla de poemas en prosa. Basta con observar los títulos
del índice: Costurero, Silla, Taza,
Ventana, Cocinas, Baúl, Ángulos, Carpintería, Herrería, Umbral, Techo, Azul,
Cayado, Vaso, Llave, Lámpara…
No
puedo desaprovechar la ocasión de reproducir el comienzo de algunos. El de Silla, por ejemplo: “Madera; esparto;
madera y esparto. Travesaños; respaldar; asiento. Una silla baja; baja para
coser ante el costurero. Cosiendo; siempre cosiendo. La luz que ilumina el
costurero y que ilumina la silla”. O el
de Cocinas: “Caminamos despacito;
lentamente; sin hacer ruido; como si marcháramos por una habitación donde
hubiera un enfermo. Emoción y sensibilidad. Estamos en la región donde se forma
la historia; por lo menos, donde se forma en parte, en gran parte”. O el de Capacha: “Las viejecitas de la capacha
están en todas partes; no se sabe de dónde salen; no se sabe dónde viven; no se
sabe cómo viven. Con su capacha siempre; la capacha de palma; colgada al brazo.
El traje negro, de un negro desteñido; traje de color de ala de mosca”. Traje de color de ala de mosca: ¡cómo no
íbamos a querer imitarle!
De Azorín –qué poco se aviene el anciano frágil y
pulcro de los últimos años, de ideas educadamente conservadoras, con el joven
anarquista que paseaba con paraguas rojo por Madrid y se jactaba de ir por las
noches a orinar contra los muros de la Academia– se ha destacado siempre y
por unanimidad la capacidad para describir y evocar nostálgicamente
impresiones, sensaciones, paisajes, etc., y su habilidad para percibir el
detalle de las pequeñas cosas cotidianas ("los primores de lo
vulgar", en frase de Ortega y Gasset).
Los temas más frecuentes de buena parte de sus libros, en particular de
aquellos que entrarían en la categoría de ensayos, son la descripción
impresionista de los paisajes y las gentes de España, particularmente de
Castilla, con evocaciones de personajes o ciudades del pasado (Los pueblos,
La ruta de Don Quijote, Castilla) y la interpretación,
personalísima, de los clásicos españoles, mezcla de crítica literaria y
evocación histórica de la vida cotidiana en la época en que fueron escritos,
con el tema del paso del tiempo como telón de fondo (Lecturas españolas,
Clásicos y modernos, Al margen de los clásicos).
Así describe, por ejemplo, en un pasaje de Castilla, la irrupción del tren en el paisaje de la meseta:
“Otra vez se ha empañado el cristal
de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo de nuevo
hacia la ciudad y el campo. Allá en los confines del horizonte, aquellas lomas
que destacan sobre el cielo diáfano han sido como cortadas con un cuchillo. Las
rasga una onda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos
largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra paralelas toda
la campiña. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra; se
mueve, adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo.
Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chimenea
que arroja una espesa humareda, y detrás de él, una hilera de cajones negros
con ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de hombres y
mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros
cajones; despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre
vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad”.
En sus novelas, el argumento y la acción tienen, en general, escaso
interés; son, más bien, fragmentos de vida, a menudo autobiográficos, y las
descripciones detallistas de personajes y ambientes sustituyen a la intriga. Tal
vez las más conocidas sean las de su primer ciclo, formado por La voluntad (1902),
Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904),
de carácter autobiográfico las tres y con un protagonista común, Antonio
Azorín. Posteriormente, y desde una
actitud renovadora y vanguardista, publicó, ya en la década de 1920, Don
Juan, Doña Inés, Félix Vargas, titulada después El
caballero inactual, y Superrealismo.
Sirva al
respecto, y como ilustración de lo apuntado, este breve fragmento de Doña Inés, correspondiente al capítulo
que lleva por título La espera:
“Doña Inés está en el cuartito de la costanilla. No sucede nada; todo está
tranquilo. Ha salido la dama por la puerta de la derecha y traía en la mano un
plato con un vaso de agua. Al llegar frente al balcón, se ha detenido. Ha
levantado el vaso y lo ha mirado a trasluz. Ha dudado un momento y ha vuelto a
entrar por donde había salido. Al cabo de un instante, ha tornado a salir con
otro vaso de agua –o el mismo con otra agua– y ha desaparecido por una de las
puertas de la izquierda. No sucede nada; Doña Inés está tranquila. ¿Está
tranquila del todo? Se ha sentado la dama en el canapé y ha puesto su mano
derecha extendida sobre el muslo; en la mano reluce la piedra azul de un
zafiro. Miraba fijamente el zafiro Doña Inés; luego, pasaba suavemente la mano
izquierda sobre la mano derecha. ¿Está tranquila del todo la señora? Hay
momentos en que estamos tranquilos y en que, sin embargo, sentimos allá dentro
de nosotros una levísima turbación. No nos sucede nada; repasamos mentalmente
todos los sucesos que pudieran desazonarnos; no existe en ellos nada anormal. Y
con todo, diríamos que en el remotísimo horizonte de las posibilidades ha
aparecido una nubecilla –no es nada– que ha de ir avanzando hasta convertirse
en tormenta. El tiempo pasa. Con la punta aguda de los dedos, la mano derecha
extendida, se arregla Doña Inés, con toquecitos rápidos, la negra onda de pelo
que baja desde la crencha hasta
el rodete. En tanto, la siniestra mano, al tiempo que
el busto se yergue, estira y alisa el corpiño.
¿Se ha oído acaso un ruido en el pasillo por donde se penetra en los aposentos?
Doña Inés se levanta y se acerca a la puerta de la sala. No ha sido nada, reina
el silencio. Los visillos del balcón son ladeados por la fina mano; la mirada
pasea vagamente por el panorama de los tejados y baja hasta el fondo de la
calle. No está intranquila la dama y no acaba de sentir perfecto sosiego".
Cuando el Sr. José Martínez lea el artículo agradecerá tu dedicación hacia su cumpleaños.
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