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lunes, 8 de junio de 2015

Efemérides literarias

Azorín
El 8 de junio de 1873 nacía en Monóvar (Alicante), José Martínez Ruiz, más conocido por el seudónimo de Azorín.
Los bachilleres de mi generación, allá por los años 60 del siglo pasado, le imitábamos siempre cuando nos poníamos a escribir.
Sobre todo en las redacciones, y recuerdo ahora el empeño que pusimos los de mi curso en la que íbamos a presentar al concurso de coca-cola, que gozaba por aquel entonces de mucho prestigio: Los vuelos, era el tema propuesto por los organizadores, y de la hora que teníamos, más de la mitad la pasé bregando con la primera frase, pero la inspiración tardó tanto en llegar que el tiempo se fue volando y la hoja se quedó casi en blanco, con el título arriba muy pulido y unas pocas líneas llenas de tachones nada más.
Ocurría esto en la primavera de 1967, poco después de la muerte de Azorín, que había fallecido en Madrid el 2 de marzo de aquel mismo año.
Sabíamos poco de él, lo que decían los libros de texto, que apenas era nada en los primeros cursos del bachillerato, y las breves notas biográficas que venían en las solapas de sus libros, que también eran muy parcas.
Pero nos llamaba poderosamente la atención su manera de escribir, el estilo cortado, con frases muy breves, algunas sin verbo, los nombres solos muchas veces, o adornados con adjetivos, y tres o cuatro signos de puntuación –el punto y coma parecía su preferido en cada renglón. Lo que ya no valorábamos tanto, acaso porque nos suponía un esfuerzo abrir de continuo el diccionario o porque no alcanzábamos a ver su mérito, era el vocabulario tan rico y preciso, con palabras del más puro castellano diseminadas con la mayor naturalidad y como quien no quiere la cosa por todas las páginas. 

El primer libro que leí de Azorín, y al que recurría siempre en busca de una frase que me sirviera de acicate y punto de partida, fue Pueblo, en la edición de la vieja Austral con la portada en color azul, el color reservado, según atestiguaban las solapas, a las “novelas y cuentos en general”. Costaba trabajo incluir Pueblo en cualquiera de esos dos géneros, pero no debían de saber los editores en qué serie incluirlo, ni cómo catalogarlo, y lo mismo me pasaba a mí, y supongo que a todos los lectores. Desde luego que no era una novela, pero tampoco una colección de cuentos al uso, sino más bien un conjunto de descripciones, o una gavilla de poemas en prosa. Basta con observar los títulos del índice: Costurero, Silla, Taza, Ventana, Cocinas, Baúl, Ángulos, Carpintería, Herrería, Umbral, Techo, Azul, Cayado, Vaso, Llave, Lámpara
No puedo desaprovechar la ocasión de reproducir el comienzo de algunos. El de Silla, por ejemplo: “Madera; esparto; madera y esparto. Travesaños; respaldar; asiento. Una silla baja; baja para coser ante el costurero. Cosiendo; siempre cosiendo. La luz que ilumina el costurero y que ilumina la silla”.  O el de Cocinas: “Caminamos despacito; lentamente; sin hacer ruido; como si marcháramos por una habitación donde hubiera un enfermo. Emoción y sensibilidad. Estamos en la región donde se forma la historia; por lo menos, donde se forma en parte, en gran parte”. O el de Capacha: “Las viejecitas de la capacha están en todas partes; no se sabe de dónde salen; no se sabe dónde viven; no se sabe cómo viven. Con su capacha siempre; la capacha de palma; colgada al brazo. El traje negro, de un negro desteñido; traje de color de ala de mosca”. Traje de color de ala de mosca: ¡cómo no íbamos a querer imitarle! 
Luego vinieron, casi todos en la misma colección Austral: Lecturas españolas, El paisaje de España visto por los españoles, Una hora de España, De un transeúnte, Los pueblos, Castilla, La ruta de don Quijote, Al margen de los clásicos, Clásicos y modernos… Y algunos años más tarde, en la Biblioteca Salvat de Libros RTV, con portada de color anaranjado, Tiempos y cosas. Y el último, este invierno pasado, Libros, buquinistas y bibliotecas, un precioso libro sobre libros, bibliotecas y lecturas –pocos bibliófilos habrá habido como él, editado por ediciones Fórcola, con prólogo de Andrés Trapiello, otro azorinista convencido (Mario Vargas Llosa, que ingresó en 1996 en la Real Academia con un discurso sobre Azorín, reivindicando sobre todo su labor como divulgador de los autores clásicos, pertenece a la misma cofradía).
De Azorín –qué poco se aviene el anciano frágil y pulcro de los últimos años, de ideas educadamente conservadoras, con el joven anarquista que paseaba con paraguas rojo por Madrid y se jactaba de ir por las noches a orinar contra los muros de la Academia se ha destacado siempre y por unanimidad la capacidad para describir y evocar nostálgicamente impresiones, sensaciones, paisajes, etc., y su habilidad para percibir el detalle de las pequeñas cosas cotidianas ("los primores de lo vulgar", en frase de Ortega y Gasset). 
Los temas más frecuentes de buena parte de sus libros, en particular de aquellos que entrarían en la categoría de ensayos, son la descripción impresionista de los paisajes y las gentes de España, particularmente de Castilla, con evocaciones de personajes o ciudades del pasado (Los pueblos, La ruta de Don Quijote, Castilla) y la interpretación, personalísima, de los clásicos españoles, mezcla de crítica literaria y evocación histórica de la vida cotidiana en la época en que fueron escritos, con el tema del paso del tiempo como telón de fondo (Lecturas españolas, Clásicos y modernos, Al margen de los clásicos).
Así describe, por ejemplo, en un pasaje de Castilla, la irrupción del tren en el paisaje de la meseta:

“Otra vez se ha empañado el cristal de nuestro catalejo; nada se ve. Limpiémoslo. Ya está; enfoquémoslo de nuevo hacia la ciudad y el campo. Allá en los confines del horizonte, aquellas lomas que destacan sobre el cielo diáfano han sido como cortadas con un cuchillo. Las rasga una onda y recta hendidura; por esa hendidura, sobre el suelo, se ven dos largas y brillantes barras de hierro que cruzan una junto a otra paralelas toda la campiña. De pronto aparece en el costado de las lomas una manchita negra; se mueve, adelanta rápidamente, va dejando en el cielo un largo manchón de humo. Ya avanza por la vega. Ahora vemos un extraño carro de hierro con una chimenea que arroja una espesa humareda, y detrás de él, una hilera de cajones negros con ventanitas; por las ventanitas se divisan muchas caras de hombres y mujeres. Todas las mañanas surge en la lejanía este negro carro con sus negros cajones; despide penachos de humo, lanza agudos silbidos, corre vertiginosamente y se mete en uno de los arrabales de la ciudad”.

En sus novelas, el argumento y la acción tienen, en general, escaso interés; son, más bien, fragmentos de vida, a menudo autobiográficos, y las descripciones detallistas de personajes y ambientes sustituyen a la intriga. Tal vez las más conocidas sean las de su primer ciclo, formado por La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904), de carácter autobiográfico las tres y con un protagonista común, Antonio Azorín.  Posteriormente, y desde una actitud renovadora y vanguardista, publicó, ya en la década de 1920, Don Juan, Doña Inés, Félix Vargas, titulada después El caballero inactual, y Superrealismo.
Sirva al respecto, y como ilustración de lo apuntado, este breve fragmento de Doña Inés, correspondiente al capítulo que lleva por título La espera:

“Doña Inés está en el cuartito de la costanilla. No sucede nada; todo está tranquilo. Ha salido la dama por la puerta de la derecha y traía en la mano un plato con un vaso de agua. Al llegar frente al balcón, se ha detenido. Ha levantado el vaso y lo ha mirado a trasluz. Ha dudado un momento y ha vuelto a entrar por donde había salido. Al cabo de un instante, ha tornado a salir con otro vaso de agua –o el mismo con otra agua– y ha desaparecido por una de las puertas de la izquierda. No sucede nada; Doña Inés está tranquila. ¿Está tranquila del todo? Se ha sentado la dama en el canapé y ha puesto su mano derecha extendida sobre el muslo; en la mano reluce la piedra azul de un zafiro. Miraba fijamente el zafiro Doña Inés; luego, pasaba suavemente la mano izquierda sobre la mano derecha. ¿Está tranquila del todo la señora? Hay momentos en que estamos tranquilos y en que, sin embargo, sentimos allá dentro de nosotros una levísima turbación. No nos sucede nada; repasamos mentalmente todos los sucesos que pudieran desazonarnos; no existe en ellos nada anormal. Y con todo, diríamos que en el remotísimo horizonte de las posibilidades ha aparecido una nubecilla –no es nada– que ha de ir avanzando hasta convertirse en tormenta. El tiempo pasa. Con la punta aguda de los dedos, la mano derecha extendida, se arregla Doña Inés, con toquecitos rápidos, la negra onda de pelo que baja desde la crencha hasta el rodete. En tanto, la siniestra mano, al tiempo que el busto se yergue, estira y alisa el corpiño. ¿Se ha oído acaso un ruido en el pasillo por donde se penetra en los aposentos? Doña Inés se levanta y se acerca a la puerta de la sala. No ha sido nada, reina el silencio. Los visillos del balcón son ladeados por la fina mano; la mirada pasea vagamente por el panorama de los tejados y baja hasta el fondo de la calle. No está intranquila la dama y no acaba de sentir perfecto sosiego".

1 comentario:

  1. Cuando el Sr. José Martínez lea el artículo agradecerá tu dedicación hacia su cumpleaños.

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