Ahora
que están llegando, con motivo de los 500 años de la publicación de su segunda
parte, tantas nuevas ediciones del Quijote, qué mejor que aprovechar el tiempo
bueno para leerlo otra vez. De entre estas nuevas ediciones, dos son particularmente
recomendables: la primera, dirigida por Francisco Rico y que acaba de aparecer
en la Biblioteca Clásica de la RAE, por ser sin duda la de referencia en el
ámbito académico; la segunda, a cargo de Andrés Trapiello, por ser la pionera
en trasladar el Quijote al castellano actual, y haberlo hecho en forma tan
esmerada y cuidadosa que en nada desmerece del original. De modo que ya no hay
disculpa para no leer el Quijote, este verano o cuando sea.
A
mis alumnos, cuando tocaba Cervantes, les decía siempre, con gesto un poco
grave, aquello que antes circulaba tanto por las aulas y los libros: que el
Quijote había que leerlo tres veces, y que la primera hacía reír, la segunda,
pensar, y la tercera, llorar.
Esto
les impresionaba sobremanera, y siempre había alguno que se atrevía a
preguntarme si yo lo había leído ya las tres veces.
Invariablemente,
mi respuesta era que iba por la tercera, la de llorar. Lo cual les intrigaba, y
seguramente se quedaban con las ganas de que les diera más detalles.

Disipada
la sorpresa, acababa proponiéndoles que podían empezar ya con la primera
lectura, la de reír, pero no parecía gustarles mucho la idea, y al final
llegábamos a la conclusión de que ya tendrían tiempo, y que si no era en las
próximas vacaciones ya vendrían otras, de mayores, en que se pondrían a ello.
Y
hecho el pacto y más o menos sellada la promesa, les contaba lo que se cuenta
en el Quijote, que es lo primero que hay que contarles siempre a los alumnos
cuando se les habla de un libro, la historia, el argumento, las peripecias de
los personajes –y no, como proponen los manuales y las programaciones
didácticas, la estructura, las técnicas narrativas, las interpretaciones, el
estilo y otras aburridísimas zarandajas-, deteniéndome, como es natural, en los
episodios más conocidos o que podían despertar en ellos un mayor interés,
ponderaba las virtudes y cualidades de la obra, traducida a todas las lenguas y
leída desde su aparición hace cinco siglos por millones y millones de personas de
los cinco continentes -después de la Biblia, les remarcaba, el libro más leído
en todo el mundo-, y a continuación, antes de que se apagara la llama del
aliciente, pasaba a leerles, con la entonación y los honores que el ingenioso
hidalgo y su escudero se merecen, una buena selección de los mejores y más
entretenidos lances, a ver si así les engatusaba y bajaban luego a la biblioteca
a pedir un ejemplar.
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