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lunes, 29 de junio de 2015

Efemérides literarias

Leopardi, el poeta de la infelicidad

El 29 de junio, día de san Pedro, del año 1798 nació en Recanati uno de los más grandes poetas italianos y europeos, Giacomo Leopardi.
Pasó su infancia y adolescencia poco menos que recluido en su casa, bajo la férula de los padres y mortificado por la impresión de sentirse siempre relegado, menospreciado y excluido. En las pocas ocasiones en que traspasaba la puerta, se limitaba a vagar en soledad por las calles y alrededores del tranquilo pueblo de Recanati.
En la noche amiga se desahogaba con la luna y las estrellas, eternas confidentes:

            Oh, tú, graciosa luna, bien recuerdo
            que sobre esta colina, ahora hace un año,
            angustiado venía a contemplarte:
            y tú te alzabas sobre aquel boscaje
            como ahora, que todo lo iluminas:
            mas trémulo y nublado por el llanto
            que asomaba a mis párpados, tu rostro
            se ofrecía a mis ojos, pues doliente
            era mi vida: y aún lo es, no cambia,
            oh mi luna querida […]

Pese a la vitalidad que desbordaba su interior, la existencia de Leopardi fue un páramo áspero de infelicidad, amargura e infortunio. Y, como ocurre siempre, su extremada sensibilidad no le reportó sino dolor y desventura.
Apartado del mundo, y como única defensa frente a las ofensas de la vida, no le quedó otra salida que la de “acurrucarse” (palabra que le gustaba mucho) en sí mismo en espera de que el paso del tiempo fuese atemperando todas las intemperies.
Con el alma aterida por el sufrimiento, rotas las ilusiones y privado de sosiego, buscó refugio en los libros y en la literatura, y estas fueron las dos grandes pasiones con las que logró al menos asirse a la supervivencia.
La melancolía tiñó sin tregua su escritura y su mirada, como la que trasluce este poema memorable en el que expresó su deseo de aprehender el infinito, de envolverse en la honda quietud de un mundo sin límites, de anegarse en la inmensidad de lo eterno:

            Siempre caro me fue este yermo collado
            y este seto que priva a la mirada
            de tanto espacio del último horizonte.
            Mas sentado, contemplando, imagino
            más allá de él espacios sin fin,
            y sobrehumanos silencios; y una quietud hondísima
            me oculta el pensamiento.
            Tanta que casi el corazón se espanta.
            Y como oigo expirar el viento en la espesura
            voy comparando ese infinito silencio
            con esta voz; y pienso en lo eterno,
            y en las estaciones muertas, y en la presente viva,
            y en la música. Así que en esta
            inmensidad se anega el pensamiento:
            y naufragar es dulce en este mar.

La enfermedad –en forma de misteriosa e inmisericorde tuberculosis- minó pronto su salud, había temporadas en que no podía ni siquiera leer –apenas sus ojos podían soportar la luz- y, por si fuera poco, hubo de soportar la afrenta de un cuerpo deforme con una joroba en la espalda.
Derrotado por el destino y acostumbrado a la compañía de la enfermedad, él mismo llegó a decir que vivía en Recanati como en un sepulcro (su primera salida, a Roma, y con el renuente permiso paterno, tuvo lugar en 1822, cuando Leopardi contaba ya 24 años) y que se había hecho viejo antes de ser joven.
Las estancias prolongadas en Florencia, Pisa y Nápoles atemperaron su soledad, pero no la desdicha íntima: “Ya no me considero nada”, escribió. Y como el pájaro solitario que da título a uno de sus poemas, optó finalmente por apartarse de la vida y mantenerse alejado de los demás, de los hombres-pájaros que festejan las alegrías de la existencia convocados por el tañido de las campanas.
Las mismas campanas que acaso tañeran por él cuando la muerte vino a llamar a su puerta de Nápoles el 14 de junio de 1837, quince días antes de que el poeta cumpliera los 39 años. Una muerte que él había presentido, y no pocas veces deseado, como la hora de reposar:
           
            Descansarás por siempre,
            cansado corazón. Murió el engaño
            que eterno yo creí. Murió. Bien siento
            que de amados engaños
            no solo la esperanza, el ansia ha muerto.
            Reposa ya. Bastante
            palpitaste. No valen cosa alguna
            tus afanes, ni es digna de suspiros
            la tierra. Aburrimiento
            es tan solo la vida, y fango el mundo.
            Cálmate. Desespera
            por última vez [...]
                                                          
*Los títulos de los poemas reproducidos son, por orden de aparición, A la luna, El infinito y A sí mismo, y las traducciones se deben, respectivamente, a Luis Martínez de Merlo, Antonio Colinas y Diego Navarro.

1 comentario:

  1. La efemérides literaria de hoy ha contribuido a saber más de este poeta.

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