Leo en la página 87 de El cura de
Monleón (ed. Caro Raggio), una novela de Baroja publicada en 1936:
“Javier no había pretendido jamás ser cura de ciudad, ni aun de pueblo
grande, sino cura de aldea; su ideal era vivir en la casa campesina amplia,
cómoda y limpia, con su huerta y su jardín; nada de ambiciones ni de querellas;
no aspirar, conservar libertad de espíritu y ver cómo pasaban las horas alegres
o tristes, hasta el final. Vulnerant
omnes, ultima necat, como se dice en las leyendas de algunos relojes del
país vasco”.
No está nada mal como ideal de vida, con ecos del beatus ille horaciano, el que se ha fraguado para sí este cura
recién salido del seminario.
Y a quién no le gustaría pasar así las horas que hieren (vulnerant), que son todas, esperando con
tranquilidad de ánimo esa última –el verbo necat
es mejor no traducirlo– a la que alude la leyenda de los relojes de sol que
cita el bueno de don Pío.
El ensayo de hoy me ha llevado a desempolvar el beatus ille de Horacio, no podría imaginarse que dos mil años después un cura quisiera poner en práctica algún verso de su poema.
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