Hoy hace
cincuenta y siete años, el 29 de mayo de 1958, moría en Puerto Rico Juan Ramón Jiménez.
Nacido en
Moguer (Huelva) en 1881, se interesó desde muy joven por la literatura (los
primeros poemas los escribió ya a los catorce años), y en 1900 se trasladó a Madrid "a luchar
por el modernismo". La muerte de su padre ese mismo año le produjo una
profunda crisis, que le obligó a permanecer en sanatorios del sur de Francia y
de Madrid. En 1916 se casó en Nueva York con Zenobia Camprubí, que colaboró con
él en la traducción del poeta indio Rabindranath Tagore. En 1936, al estallar
la guerra civil, inició un largo exilio por varios países de América. En 1951
se instaló en Puerto Rico, donde le fue concedido el Premio Nobel de Literatura
en 1956, el mismo año en que murió Zenobia.
Juan Ramón
Jiménez dedicó toda su vida a la poesía, a la Obra, como él decía. La búsqueda
de la belleza mediante la poesía fue su única ocupación, la que le absorbió
todo su tiempo: “Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la
Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados”.
Obsesionado por conseguir la perfección, ordenaba y
corregía continuamente sus versos. “No le toques ya más,
que así es la rosa”, dijo en alguna ocasión, aunque él mismo aclaró que si tal
decía era “después
de haber tocado el poema hasta la rosa”. (“La rosa no cansa”, recordaba también
el poeta que le decía su madre.)
La obra de
Juan Ramón Jiménez, desarrollada a lo largo de más de medio siglo, no puede
adscribirse a ningún grupo o movimiento literario concreto, pues se mantuvo
siempre al margen de modas y escuelas, fiel a su personal y original concepción
de la poesía.
A su primera
época, que él llamó “sensitiva”, pertenecen, entre otros libros, Rimas (1902)
y Arias tristes (1903), centrados en los temas de la melancolía, la
soledad, el paso del tiempo y la muerte. La segunda época, la de la poesía intelectual
o desnuda,
se inaugura con Diario de
un poeta recién casado (1917), escrito a raíz de un viaje a Nueva York con
motivo de su boda. Se trata de una poesía de ideas, más que de sentimientos;
poesía depurada, dirigida a la inteligencia, y que exige un esfuerzo
intelectual para desentrañar su significado:
¡Intelijencia, dame
el nombre exacto de las
cosas!
Formalmente, es también una poesía desnuda de adornos
innecesarios: el tono es natural y coloquial, y se busca la expresión sencilla
y precisa. (Encajaría aquí su conocida frase: “Quien escribe como se habla
llegará en lo porvenir más lejos que quien escribe como se escribe”.)
A la
tercera etapa, la “suficiente o verdadera”, corresponden los libros escritos
fuera de España: En el otro costado (1936-1942), que contiene el famoso
poema en prosa Espacio y Animal de fondo (1949), posteriormente
incluido en Dios deseado y deseante, en los que expresa vivencias de
carácter místico: el dios del poeta es la belleza del mundo, la naturaleza, con
la que se siente íntimamente identificado.
Sirva como
muestra de lo dicho esta breve antología (antolojía, escribiría Juan Ramón, que
tuvo siempre el capricho de sustituir la g
por la j cuando el sonido de ambas
grafías es el mismo: elejía, májico,
intelijencia, nostaljia…).
En el
primer poema, se sugiere un estado de ánimo melancólico proyectándolo en un
paisaje que actúa como su espejo o símbolo:
Viene una música lánguida,
no sé de dónde, en el
aire.
Da la una. Me he asomado
para ver qué tiene el
parque.
La luna, la dulce luna
tiñe de blanco los
árboles,
y, entre las ramas, la
fuente
alza su hilo de
diamante.
En silencio, las estrellas
tiemblan; lejos, el paisaje
mueve luces
melancólicas,
ladridos y largos ayes.
Otro reló da la una.
Desvela mirar el parque
lleno de almas, a la música
triste que viene en el
aire.
(Arias
tristes, 1903)
El tema del
que sigue, como ya el título indica, es la premonición de la muerte. El poeta
se irá, pero la naturaleza se renovará cada año a pesar de que él ya no esté
para contemplarla:
El viaje definitivo
...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde
árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están
tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto
florido y encalado,
mi espíritu errará, nostáljico...
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.
(Poemas agrestes, 1910-11)
La búsqueda
de la verdadera identidad, mediante el contraste de las distintas
personalidades del yo poético, es el tema del que figura a continuación:
Yo no soy yo.
Soy
este
que va a mi
lado sin yo verlo;
que, a veces,
voy a ver,
y
que, a veces, olvido.
El que calla,
sereno, cuando hablo,
el que
perdona, dulce, cuando odio,
el que pasea
por donde no estoy,
el que
quedará en pie cuando yo muera.
(Eternidades, 1918)
Y en el
siguiente, el poeta se reafirma en su convicción de que la belleza –que,
simbólicamente, reside en lo más elevado y en la naturaleza– es la plenitud y la
razón de ser de su vida:
¡Esta es mi vida, la de arriba,
la de la pura
brisa,
la del pájaro
último,
la de las
cimas de oro de lo oscuro!
¡Esta es mi libertad, oler la rosa,
cortar el
agua fría con mi mano loca,
desnudar la
arboleda,
cogerle al
sol su luz eterna!
(Poesía, 1923)
Pero el
libro más famoso, y el más leído, de Juan Ramón Jiménez es, qué duda cabe, Platero
y yo, publicado en 1914.
Las
simpáticas anécdotas y pequeñas aventuras del poeta con su burro Platero han
hecho las delicias del público lector, particularmente del más joven. ¡Y
cuántas generaciones de adolescentes han aprendido desde entonces a escribir
tratando de imitar esa prosa poética que tanto gusta a esas edades!
En la
memoria de todos están todavía los comienzos de algunos capítulos:
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera,
que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache
de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
(I, Platero)
Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo
bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio. El amor se para.
Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio…
(XXVIII, Tormenta)
En el arroyo grande, que la lluvia había dilatado hasta
la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, toda perdida bajo su carga de hierba y de naranjas.
Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda… (XXXVIII,
La carretilla)